Mientras esperaba al botero, escuché una vocecita desde atrás:
—¿Señora, usted está esperando para cruzar?
Giré la cabeza, y reconocí su carita. Me llevó unos segundos unirla con la situación donde lo había conocido: en el Hogar Estrada, en un interrumpido taller para niños. Nos habíamos visto sólo dos veces. Estaba con un muchacho de unos veintipico o treinta años, que resultó ser su papá.
—¿Te acordás de mí? –pregunté.
—Sí –mintió.
—Del Hogar.
Me miró buscando reconocerme.
—Los Pomporerá –le dije. Ángel se había matado de la risa con esa canción. Nos habíamos pasado una mañana entera recitándola– ¿Te acordás de Los Pomporerá?
Y ahí su carita se iluminó y se largó:
Había una vieja virueja virueja/de pico pico tueja de Pomporerá.
Tenía un viejo viruejo viruejo /de pico pico tuejo de Pomporerá
Tenían tres hijos virijos virijos/ de pico pico tijos de Pomporerá…
Uno iba a la escuela viruela viruela /de pico pico tuela de Pomporerá...
La habíamos leído juntos hacía más de un año, y él se la acordaba entera.
El aire le faltaba al final de cada verso, ahí su vocecita se oía aspirada para adentro.
Quiso saber quién era la autora de Los Pomporerá, porque quería buscar el libro. Le conté que a Los Pomporerá no se sabe quién lo inventó, sólo que viene rodando de boca en boca hace muchísimos años. De todas maneras, había sido llevado a un libro gracias a Laura Devetach.
—¿Tenés una lapicera? –me preguntó y me extendió su bracito–. Escribime acá el nombre del libro.
Escribí en la piel Los Pomporerá, Laura Devetach.
—Había un libro de canciones, también –me dijo.
—Sí, de María Elena Walsh.
—Escribilo también.
Y escribí en su bracito el nombre de la mejor escritora para niños de todos los tiempos.
Le dije que ahí en Alto Verde teníamos una biblioteca, donde estaban esos libros y muchos más. Me pidió que le anotara los horarios en los que estaba abierta.
—A veces vengo a visitar a mi abuela –me explicó–, ahora estoy viviendo con mi papá en Varadero Sarsotti.
En ese momento llegó el botero. Ángel me hizo señas de que me sentara con él, dando palmaditas al espacio del asiento al lado suyo. Cuando el bote arrancó, se inclinaba por fuera de la borda estirando las manos para tocar el agua. Agarró un camalote. Exclamó de admiración al ver una flor de camalote flotando, violeta, violeta. Yo le dije que los camalotes podían vivir si uno los llevaba y los ponía en un tarro con agua.
Cuando la lancha atracó del otro lado, Ángel le pidió a su papá: —¡Vamos otra vuelta!.
Su papá se rió.
Entonces Ángel cortó una de las flores del camalotal que se agolpaba contra la orilla, y me la extendió.
—¿No te la querés llevar? –le pregunté.
—No, no, la corté para vos.
Publicada en Pausa #166, miércoles 25 de noviembre de 2015