Cuando los chicos de hoy ven las máquinas de videojuegos en las que nos alienábamos los de mi generación, sienten algo de lástima al tratar de imaginarse cómo podíamos divertirnos con esos artefactos prehistóricos. Se olvidan de que nosotros estábamos dando el salto de lo analógico a lo digital para que ellos puedan disfrutar de los juegos del futuro en el comedor de sus casas.
Me pasé una década en los videojuegos, entre los 80 y los 90. Como todos los adictos, robaba plata de las billeteras de mis papás, que dormían la siesta bajo un ventilador de techo, y compraba oro: fichas para desaparecer de lo real durante diez o quince minutos.
Fui habitué de dos salas de videojuegos. La primera estaba en el subsuelo de la confitería “Munich”, frente a la plaza. Para acceder al lugar había que cruzar el bar lleno de viejos charlatanes con puchos y tacitas de café. Mientras ellos hablaban en voz alta, debajo de sus sillas de madera torneada había una nave nodriza lista para despegar. Adentro estábamos nosotros, escuchando ese sonido único formado por la combinación de las melodías electrónicas de las máquinas, que es como una sinfonía vanguardista que ningún compositor pudo imaginar.
Cuando empecé a ir a la otra sala, “La Plaza”, había crecido y tenía dedos más rápidos. En ese lugar jugué por primera vez al Street Fighter II, un juego de peleas callejeras creado por la empresa japonesa Capcom: personajes que se molían a palos en un puerto o un templo chino. Ahí me enamoré de Chun-Li (“Bella primavera” en mandarín, dicen). En Wikipedia está su “biografía”: 1,71, 58 kg (¿?), una agente de Interpol que buscaba a su padre desaparecido. Chun-Li tenía una habilidad: pegar patadas fulminantes. Parada sobre una pierna, era capaz de mover la otra a la velocidad de la luz. Tenía unas botas blancas, un vestidito azul y un peinado raro. Pagar veinte centavos para poder ser ella por un rato era un regalo. Con Chun-Li le gané a casi todos, entre ellos a Ryu y a Ken, dos karatekas estrellitas del Street Fighter. Una tarde estuve a punto de terminar el juego. Eso era siempre un acontecimiento: los otros venían a pararse al lado para verte triunfar o morder el polvo. Chun Li estaba cansada y se esforzaba, pero al final alguien nos dio una paliza.
En un diario hay una entrevista a un adicto a los videojuegos que dice: “nunca me dieron un abrazo, mis amigos siempre fueron Luigi y Mario Bros”. Mis papás sí me abrazaban y tenía amigos, pero entre Chun-Li y yo había algo especial.