El Beto es mi perro. Es viejo. Sólo come Dog Chow, se tira pedos, pierde mucho pelo, me ensucia todo el departamento con su baba y sus pisadas. Es grande como un ternerito.
Lo encontró mi hermano hace 12 años en un baño público en Esperanza, y lo trajo en el NECE escondido adentro del bolso. Era tan chiquito al comienzo que entraba en uno de los canastos en los que se guardan las verduras en la heladera, y mientras yo estudiaba la horripilante Revolución Francesa y un montón de otras porquerías que después me olvidé y no me sirvieron para nada, él dormía hecho un bollito en mi falda.
Pero después se vino tan grande que ya no entraba en ningún lado.
Es torpe, no tiene conciencia de sus dimensiones y se quiere meter en lugares que son demasiado chicos para él. Después le cuesta salir, casi siempre tiene que hacerlo de reversa porque es imposible que dé un giro en los rinconcitos en los que se mete (en el pasillo entre la pared y el auto, debajo de la mesa, al lado de la cama).
Una vez se quiso meter por el respiradero del calefactor. Nosotros nos habíamos ido de viaje y el perro quedó solo unos días en el patio de atrás y se volvió loco. Quería meterse adentro de la casa por ese diminuto agujero. Logró meter la cabeza: cuando llegamos, el perro tenía una de las arandelas del caño flexible alrededor del cuello, como un estrambótico collar.
A partir de entonces sólo lo dejo al frente, donde pueda mirar el mundo exterior.
Siempre tengo que sacarlo a pasear. Desde que vivo en departamento chico, más aún. Si no lo saco todos los días, y a veces hasta dos veces por día, me da una culpa tremenda.
Pasearlo es lindo; en realidad, él me saca a pasear a mí. Si bien es medio un cargo porque está viejo y ya no se la banca como para ir muy lejos ni muy rápido, aguanta bastante. E ir a ritmo de perro viejo también tiene sus ventajas.
Yendo a su ritmo reparo en cosas que sino pasaría de largo. Por ejemplo, la otra vez, que tuve que parar a esperarlo en una de sus infinitas paradas a olisquear quién sabe qué rastro de otro perro en el césped, descubrí una parejita de horneros haciendo su casita en lo alto de un árbol.
A veces lo detesto al Beto, calculo cuánto le faltará para pasar a mejor vida y yo así andar más liviana. Pero al mismo tiempo que pienso eso pienso lo contrario. Él es mi compañero, a esta altura compartió conmigo un tercio de mi vida. Se mudó cuatro veces, y siempre se adapta. El único cambio que no acepta es el del alimento. Por más que intente comprarle un alimento más barato, él no lo come.
Publicada en Pausa #167, miércoles 16 de diciembre de 2015