¿Qué hizo que mi hermana Edith, la más dulce, la más mansa de entre todas, se transformara en pocos segundos en un ogro lleno de furia y de ira, llameante de odio, para luego, casi sin solución de continuidad, volver a ser una dulzura, esta vez resbaladiza e hipócrita?
Ella era la mejor costurera del mundo. Bastaban una tela, unas tijeras, una máquina de coser, y de allí salía desde mi vestido de graduación –blanco, evasé, con pequeñas flores sujetando un tajo en el corsage–, un tapado rojo inolvidable, o un conjuntito de falda y chaleco de piqué turquesa que mataba. Inclusive hizo su propio vestido de novia y bordó camisones y sábanas; y también el vestido de novia de Susana. Jamás se rehusaba a hacerte algo lindo, con una sola condición: que estuvieras al lado, para el mate y, eventualmente, para hilvanar o enhebrar agujas. (Y probarte la ropa llena de alfileres que no pocas veces te agujereaba el cuerpo).
Esa era una de esas noches. Hacía calor. El hijo, pequeño, jugaba con un camión, cabeceando para resistir el sueño. Doce de la noche, la ventana de la puerta, abierta. El marido no tardaría en llegar, pero seguíamos allí, costura y mate. La casa era más pequeña que la actual: podías pasar de la entrada para dar la vuelta por el costado y entrar por la cocina.
Yo miro la noche por la ventana abierta y digo: “Che, acaba de pasar por segunda vez un tipo”. “¿Estás segura?”. “Sí”. “Bueno, levantemos, cerremos todo y vamos a la cama”.
Ya en la oscuridad, en silencio, expectantes, oímos que el ventilador empieza a trastabillar hasta que se para. Ella susurra: “Cortó la luz el hijo de puta”. Y, enseguida, un suave golpeteo en la puerta de entrada, de lata, “Chicas, ábranme, chicas, conversemos un rato”.
A mí se me detuvo el corazón. Mi hermana se levantó, y, como un rayo, saltó hacia el living y empezó a gritar como loca. Mientras lanzaba improperios y puteadas con una voz aguda y elevada, yo atiné a abrazar al niño y a decirle en el oído que no pasaba nada, que iba a estar todo bien. De allí, corrió a la cocina, tomó una cuchilla inmensa, volvió al living, pero el tipo ya estaba golpeando la delgada puerta de la cocina.
“Chicas”, seguía, “no se asusten, sólo quiero que charlemos”. Y era una voz sibilante y arrastrada que fingía suavidad. Del otro lado, mi hermana seguía gritando con una furia que yo jamás hubiera pensado que ella podía alcanzar, blandiendo sin vacilar la cuchilla feroz. En ese momento, la moto de su marido se escucha, ella corre hacia la entrada, abre la ventana, “Hay un ladrón en el patio, hay un ladrón en el patio”, grita entre el pánico y el alivio. Mi cuñado tira la moto, corre hacia el fondo, pero ya el tipo iba saltando por el tapial para perderse en el barrio.
—Dejalo, no lo vas a alcanzar, buscá a la Policía –lo conmina a los gritos.
Se oye de nuevo la moto. Mi hermana se calma. Salimos por la puerta de la cocina y, bajo las glicinas, me mira con otro terror, diferente, en los ojos y musita: “Por dios, Mari, tengo miles de papeles y documentos del ERP en los muebles, que me dejó tu hermana”. Nos quedamos sin respirar. Eso sí que era peor que mil ladrones. No teníamos tiempo de esconderlos, enseguida llegaron dos policías con el marido. Y mi hermana empieza a sonreír con su expresión más amable, hace un gesto amplio con la mano, señalando el mundo entero, sacude sus cabellos de manera casi seductora y dice:
—No fue nada, señores oficiales, un susto, nada más, no se molesten que ya es muy tarde.
El marido vaciló: “Pero, Edith, no debe estar muy lejos”.
—Sí, claro, pero, qué hacer, podría ser que tuviera un auto, o una moto, en cuyo caso ya estará muy lejos; en fin, podría ser que viva cerca y ya estará en su casa, yo digo, ¿por qué no olvidamos este pequeño episodio y nos vamos a dormir todos? Porque fue cosa de nada –y encabeza tranquilamente el regreso a la casa, dejando caer sonrisas a los costados como pétalos de flores.
Publicada en Pausa #167, miércoles 16 de diciembre de 2015