Hoy con el Beto salimos a caminar. Los sesenta de sensación térmica aflojaron y, lluviecita mediante, dieron paso a unos agradables veinticinco grados. Siento como que me sacaron un camión de encima, pero quedo de cama. Duermo doce horas seguidas, hasta tener lagañas. Me despierto medio grogui, como si volviera de una pelea de box.
Paso todo el día boludeando en la compu, en la cama, y tipo ocho menos cuarto salimos sin demasiada expectativa a pasear por ahí.
Desde que me mudé, muchas veces me da fiaca salir por el barrio porque el mismo no me invita tanto como me invitaba la laguna. Pero poco a poco voy descubriendo también la onda de Barrio Escalante. Sobre todo, aprendí a amar la placita Escalante y sus hermosos árboles, bajo los cuales los sábados a la mañana hacemos yoga con la generosa Ana Laura.
Flasheé descubriendo el caminito que trepa por el Puente Negro y te desliza, como una pista, hasta la Costanera.
El Parque Federal me seduce menos. Me hace acordar a Laguna Paiva, no le encuentro la onda. No fue pensado como un parque, como la placita Escalante, y eso se nota.
Yo le metería un lago artificial en el medio como loca, pero bueno.
Sin embargo hoy estuvo bueno: primero me lo crucé a Jesuán, y después a la Euge con las nenas. Las nenas me reconocieron:
—¡Ceci, Ceci! —gritaron y se vinieron corriendo, mis ternuritas.
Así que pintó mate con la Euge y su familia.
Al rato apareció la Vir, con sus perras. El Beto como loco, hacía siglos no estaba tan cerca de una perra.
Después ellos se fueron y yo encaré para el carribar del Botánico, uno de mis lugares preferidos del barrio. Pero, ¡oh, no! Es lunes y está cerrado.
No importa, nada me amedrenta en mi tarea de comerme un lomito y así evitar la tediosa tarea de cocinar. Así que con el Beto tomamos por Aristóbulo y rumbeamos para “Tío Isidoro”, el carribar abajo del Puente Negro. Pasamos por la ferretería y el sex shop. Cruzamos en Dom Polsky, donde unas diez parejas están aprendiendo a bailar salsa en el patio.
Siempre le había esquivado a este carribar porque me parecía un poco cutre, pero mientras espero mi comida (y luego la como), voy observando que tiene un público más bien familiar. Lo atiende un matrimonio (o al menos lo que parece un matrimonio) de mediana edad, con diligencia y discreta amabilidad.
La mayoría de los clientes parecen ser habitúes, porque la señora que atiende los llama por su nombre.
Hay una familia con varias mujeres y chicos sentados en el cantero circular del árbol. Una pareja cincuentona en el borde del puente, esperando. Varias parejitas en motos van llegando. También una mamá con tres hijos muy rubios y en escalerita: bebé, niño de unos cuatro y niño de unos diez.
Llega una señora de unos 30 años.
—¿Cómo anda tu papá? —le pregunta la que atiende el carribar.
—Bien... aunque anda dolido... Se quemó con la soga.
—¿Cómo que se quemó con la soga?
—Sí... le estaba cortando el pelo a la oveja y de golpe la oveja salió corriendo y se quemó toda la mano...
Yo escucho maravillada: ¿adónde trabajará este señor, que le corta el pelo a las ovejas? ¿Será acá en Santa Fe, será en otro lado? ¡Jamás hubiera esperado escuchar semejante conversación en Tío Isidoro!
Volvemos a mi patio, con la Pelopincho y las plantas que cada vez son más y más grandes.
Pienso en el día de hoy, y descubro que al final me gusta vivir por Aristóbulo.