ANUARIO 2015 | El triunfo de Macri y la despedida del kirchnerismo, claves de un nuevo sistema político.
Cada hegemonía otorga diferentes posiciones que se irán moviendo, con la dinámica que esa hegemonía trace, hasta que alguna de aquellas posiciones dibuje un nuevo sistema y una nueva formación se vuelva, finalmente, dominante. En retrospectiva, ese movimiento, los dinámicos avances y retrocesos, son abrumadoramente evidentes. En el día a día, mientras los pasos se van dando, apenas pueden distinguirse algunas formas en el humo de los cañonazos de las trincheras.
Qué projunnndo sonó eso.
El triunfo de Mauricio Macri es, al mismo tiempo, la decantación del fin de un ciclo de 12 años de kirchnerismo y, también, la clausura definitiva del 2001. Con los escombros de la explosión generada por el gobierno dormitorio de De la Rúa, el kirchnerismo fue armando las reglas que inauguran el nuevo siglo político. Daniel Scioli fue vicepresidente para quebrar al menemismo y absorberlo con uno de los suyos. El peronismo (antecedentes a ese momento: la Triple A, la patota sindical, el indulto, el abrazo a Isaac Rojas, los asesinatos a Kosteki y Santillán) se volvió el partido que hizo que el Estado pidiera perdón por sus crímenes genocidas e impulsara los juicios, nutriéndose, además, con todos los actores de las resistencias de los 90, y dando espacios luego a nuevas demandas, muchas totalmente impensadas y sin registro previo en el radar político.
[quote_box_left]Macri es un lexotanil político: llegó la hora de no discutir más, de avanzar juntos, de cerrar “la grieta”. Sólo el terror político, el silencio social y el disciplinamiento económico reprimen el conflicto para que la grieta no se exprese. [/quote_box_left]
Otorgar las diferentes posiciones: Néstor Kirchner soñaba con un sistema partidario organizado por dos fuerzas, una a la izquierda y una a la derecha. Con el 2008, con el enfrentamiento abierto ante el más espectacular alzamiento que una corporación patronal haya protagonizado en el país, el proceso que llevaría a ese corte no tendría vuelta atrás. El gobierno debió haber claudicado ante el poder económico. Eso era lo esperable, lo normal, lo que siempre había sucedido. Prefirió una derrota para fraguarse allí como nunca antes había podido hacerlo; por primera vez en la democracia reciente el recuerdo de los bombardeos de 1955 se volvió por esas fechas monumento y acto, memoria y movilización.
Seguir recontando los hitos del kirchnerismo es cuestión pasada. El eje es otro: el tajo que en 2008 se puso a la vista de todos –porque siempre existió– terminó de cuajar las reglas del nuevo siglo político. El PRO y el kirchnerismo son los partidos transversales de siglo XXI.
Y llegó la alternancia
Es torpe y mezquino pensar que el kirchnerismo ha muerto. Una fuerza política que suma el 45%, luego el 54% y luego casi el 49% de las voluntades ciudadanas está muy, muy lejos del panteón. Pero también ha probado ser corta la interpretación del PRO como una mera resultante del marketing. No se gana una elección sólo con globos y focus groups, con apoyo mediático cerrado e irrestricto y excelentes operadores de redes sociales. O sí, se gana, pero antes es necesario poder ubicarse en el lugar de la representación de un nuevo movimiento, de un nuevo sujeto que, a veces, en la bruma de la batalla, es difícil de delinear.
La violencia radicalizada de la retahíla de cacerolazos, que arrancaron en el 2012 nomás, contrasta con la contenida uniformidad con la que se reiteraban las imágenes de Axel Blumberg, en las primeras plazas opositoras que tuvo el kirchnerismo. Sin embargo, hay un hilo que vincula a esos dos movimientos y al ruralismo piquetero.
Los significantes que luego se volverían de común uso ya plagaban en ese entonces los albures de la web 2.0. Cuando Facebook no existía, los comentarios de lectores de La Nación eran una cloaca abierta que entretenía a los semiólogos. Diez años más tarde, esas palabras –yegua, montoneros, KK, etcétera– poblarían el léxico común del opositor de a pie. Por televisión abierta los conductores empezaron a hablar de diktadura.
Por el 2012 escribíamos que esas cacerolas, que esas plazas, que ese republicano horror desatado –con los linchamientos, y sus justificaciones, como síntomas más extremos– no contaban con un representante adecuado, un canal que contuviera, un cuerpo donde encarnar.
[quote_box_right]El triunfo de Macri es, al mismo tiempo, la decantación del fin de un ciclo de 12 años de kirchnerismo y, también, la clausura definitiva del 2001. [/quote_box_right]
Mauricio Macri le dio liderazgo a ese gran rechazo y, al mismo tiempo, le entregó un calmante, un apaciguador. Macri es una pepa de dos kilos de lexotanil político: llegó la hora de no discutir más, de avanzar juntitos, de cerrar “la grieta”. Sólo el terror político –el pasado reciente catalogado como locura confrontativa, tal como hizo en su discurso de asunción–, el silencio social –¿Vieron qué linda es Juliana Awada? ¿Y lo paqueta que fue la gala del Colón?– y el disciplinamiento económico –preferir la pérdida dura de salario real antes que la pérdida de todo salario vía desempleo– reprimen el conflicto para que la grieta no se exprese. Un horizonte impractible con un destino de violencia de Estado.
Esas son las reglas de la nueva hegemonía. Resta entender cómo es su dinámica. Y cómo, sin contornos claros aún, se abrirán camino quienes le den de a poco su fin, hasta su irrupción triunfante.
Publicada en Pausa #167, miércoles 16 de diciembre de 2015