Mira para acá, mira para allá, mira el teléfono celular, lleva el dedo índice de la mano derecha hacia el aparato, desplaza el dedo hacia arriba, lo hace una y otra vez, no detiene el movimiento y en un instante le da descanso al dedo. Algo le saca una sonrisa, mira hacia los costados y vuelve su vista hacia el teléfono. La sonrisa se desdibuja, la seriedad nuevamente le invade el rostro, pero la mirada se ahoga en la tecnología táctil.
Levanta la cabeza, observa la esquina de calle 4 de Enero, después la de 1º de Mayo. Baja la cabeza y vuelve al celular, así pasa varios minutos, inmerso en otro universo que nada tiene que ver con el aire que respira. Cruza la vereda, hay un poco más de sombra del otro lado, aunque en esa orilla del cemento no hay un lugar adecuado para sentarse. Se instala igual, conecta los auriculares al aparatito que lo entretiene y de ahí al bolsillo izquierdo del pantalón negro de vestir.
Ahora camina, se traslada lento hacia 1º de Mayo, en su caminata observa el edificio que le regala sombra a la siesta de 35 grados. La vereda está vacía, hasta el perro que suele pasar por la cuadra se tomó vacaciones, o el calor lo venció. Llega a la esquina, mira como dobla el colectivo, atrás pasa un adolescente en bicicleta que no le llama la atención. Otra vez el celular, lo saca del bolsillo, lo toca, hasta parece que lo frota. Nada, ni sonrisa, ni seriedad, ni nada, su cara es la anestesia misma.
Vuelve de la esquina, observa los cuatro autos que están estacionados en la cuadra, y se sienta en una silla plástica de color blanco. Estira todo su cuerpo, sus piernas cortas parecen agrandarse, sus pies en punta como bailarín del Colón, sus manos se encuentran para estirar sus dedos, y el sol, maldito a esa hora, apenas lo roza en su flanco derecho.
Ingresa un señor por la puerta que tiene a su lado y lo saluda, no hay más que un “buenas tardes” de ida y vuelta. A los cinco minutos sale una chica joven, apenas se cruzan las miradas y ambos bajan las cabezas. El celular suena, mete la mano en el bolsillo y atiende. Palabras cortantes, “sí, sí, como no, más tarde me fijo, hasta luego”.
La tarde pasa, algunas personas también, saludos de cortesía, pasos para una esquina, pasos para la otra. Cada tanto se acomoda la camisa blanca y a medida que pasa el tiempo más se rasca la cabeza. El reloj es su enemigo, pero a esta hora se cruzó de bando y es su íntimo amigo. Su mirada extenuada de las siete de la tarde se transformó en ojos esperanzados a las ocho menos diez.
Por última vez su dedo se posa en el teléfono, desconecta los auriculares, los guarda en el bolsillo trasero del pantalón, abre una pequeña puerta con la silla plástica en la mano, la deja, cierra la puerta y mira la hora en el celular. Las ocho en punto, se terminó el día de un empleado de una empresa de seguridad. Mañana será lo mismo.