Venías sentada en la C, era una tarde de noviembre. Subieron dos o tres gitanas con un montón de chicos de distintas edades. Solamente vos te paraste. Le dejaste tu penúltimo asiento y se sentaron dos chiquitas. La madre te dijo gracias. Las nenas tenían una flor pequeña en cada mano y jugaban en su lengua nómade.
En el costado de la ruta un gordo con remera de Messi trataba de arreglar un carrito caído de costado. El caballo estaba al lado, quieto como una estatua.
En el asiento de atrás, dos gitanitos un poco más grandes, más rotosos y sucios, se apretujaban pese al calor, hacían cuentas y se desafiaban, divertidos, le preguntaban algunos resultados a una mujer sentada al lado, que contestaba con cierta distancia. La mujer tenía sobre la falda unas revistas viejas y arriba de todo un recetario de Royal (polvo para hornear) con la imagen de una torta blanca con una crema pastelera muy amarilla, atrás dos velas, también amarillas y un ramo de flores. Nos miramos quizás dos veces con cierta complicidad, como si fuéramos los dos únicos espectadores de la misma escena. Tenías puesta una camisa con cuadros o rombos y el pelo suelto, algo descuidado.
Te bajaste en bulevar y sin pensarlo me bajé detrás. Uno de los gitanitos tarareaba una canción que pasan por la radio. Nos miramos una vez más en la vereda, vos cruzaste para el norte y yo caminé y caminé hasta el Monte Zapatero y me senté a mirar la laguna, hasta que el cielo se fue haciendo azul noche.