Desde hace un par de años, nado en la pileta de un club que está cerca de mi casa. Ya estoy acostumbrado: entro como si nada, me desnudo en los vestuarios sin pudor, y puedo sostener un diálogo corto con los guardavidas, sobre el clima o alguna noticia importante.
En el ecosistema de cualquier club hay diferentes especies: viejas tomadoras de sol, con pareos de colores, arrugadas pero más negras que cualquiera; deportistas de todas las edades que necesitan agitarse y transpirar para sobrevivir; personas con algún problema físico que durante dos horas vuelven a estar sanos en el líquido amniótico del agua; nadadores profesionales que cortan la superficie cristalina mientras los otros, los amateur, le pegan sin técnica al agua con cloro; charladores compulsivos que van al club para no estar solos en sus comedores o cocinas, y chicos, muchos chicos chillando de relleno.
Yo nunca fui como esos chicos, que van al club desde los cinco años, que meriendan en cualquier lado antes de entrar a una clase de básquet o de voley, y que cuando se hace de noche esperan bañados a sus papás en la puerta, riéndose con sus amigos. Crecen en ese lugar, y algunos días pasan más horas ahí que en su casa. Son sociables y aprenden rápido el significado de palabras como “sociedad” o “comunitario”.
Cuando yo tenía su edad, no experimenté la vida de club salvo por un par de veranos. Era muy chico cuando tuve que padecer la colonia de vacaciones del Camping Policial, que era gratis porque mi mamá era Policía. Nos despertaban a las seis y media, y una hora después estábamos pataleando en el agua helada, agarrados al borde y todavía con lagañas, en una sincronía perfecta. Después nos tocaba correr, y a media mañana teníamos un rato largo para jugar, en el que podíamos ser libres. Uno de esos días nos sacaron una foto a todos al lado de la pileta, para mostrarle a nuestros padres lo felices que éramos (en la imagen hay una compañerita que desmiente esa felicidad). En ese camping había un kiosco, y decían que la hija más chica de los dueños se había muerto cuando estaba tomando agua de la manguera, por haberse tragado una viborita. Durante mucho tiempo me aterró esa imagen, me imaginaba ese bicho comiéndole los órganos, hasta que crecí y supe que era una mentira ridícula.
Años después de esa colonia, mi papá nos pagó, a mi hermana y a mí, la temporada en el Club Atlético Almagro, a una cuadra de la casa de mi abuela. Llegué una mañana, con un carnet nuevo y un toallón en el bolso. La pileta me impresionó: era demasiado grande, y eso que yo ya había visto varias. Mi hermana dejó de ir pronto, así que yo pasaba algunas horas haciendo una coreografía improvisada en ese rectángulo gigante, o jugando a aguantar la respiración bajo el agua. Nadaba uniendo las piernas, como si fuera un pez. Me costaba hacer amigos, y los otros chicos que entraban al club de la misma forma en que entraban al baño de sus casas, me veían como una cosa rara. No pasó mucho tiempo hasta que me empezaron a decir maricón, sobre todo por mi acercamiento a un grupito de nenas nadadoras. Un día, cuando caminaba con un hambre voraz esa cuadra que separaba el club de la casa de mi abuela, uno de esos chicos me siguió y me arrinconó en una esquina. No había nadie en la calle. Era la hora de la siesta, el sol ablandaba la brea del pavimento. Y ese chico, que era más grande que los otros, se sacó la remera, la estiró, y la usó como un látigo para darme unos golpes secos mientras me insultaba. Yo podría haber llorado, y otras veces lo había hecho, pero me estaba quemando la planta de los pies con la vereda caliente, y esa sensación era más dolorosa. Esos golpes eran como una especie de castigo por haber intentado tener la vida convencional de los varones. Y creo que entendí pronto, porque después de ese verano no pisé nunca más ese club ni ningún otro. Hasta hoy, que ya soy un adulto más al que los chicos crueles le dicen “señor”.