Lo que vio allí le voló la cabeza. Había hecho el mismo itinerario tantas veces, que ya lo hacía sin pensar. Salía del trabajo, tomaba un colectivo que lo llevaba a una calle transversal a Aristóbulo del Valle, pasando el puente Negro. Descendía, caminaba un par de cuadras a la derecha y entraba. La llave siempre estaba escondida entre el tumulto que produce una especie de arbusto de hojas muy pequeñas y con un dibujo parecido al trébol. La dejaban allí porque él tenía el exasperante hábito de olvidar las llaves en cualquier lado. Le venía bien el chiste que circuló en Facebook donde un tipo olvida sus llaves, se cuelga como para ahorcarse, ve pasar ante sus ojos la historia de su vida, mientras la asfixia trabaja, hasta que ve el instante en que coloca la llave en el bolsillo de la camisa. Se saca la soga del cuello, toma la llave y se va.
Así que, mecánicamente, tomó la llave que siempre se ensuciaba sólo un poco con tierra y quizá también humedad, abrió la puerta, y apenas traspuso el umbral y dobló hacia el dormitorio, a la derecha del pasillo, vio lo que nunca nadie debería ver.
Agitación, temblor, las rodillas que se aflojan. Un atisbo de repentino pánico que lo dejó helado por unos minutos, clavado en el suelo, sin poder sustraerse a la fascinación y al horror. Retrocedió unos pasos, cerró la puerta, y salió de la casa como si mil demonios lo persiguieran.
La tarde se extenuaba mientras la noche se apuraba. El ir y venir de las personas que regresaban a sus hogares le hizo pensar en estúpidas hormigas organizadas según un sistema tan complejo como abominable. Por qué nadie vacila, se preguntó. Por qué cada uno parece tener plena conciencia de hacia dónde se dirige. Y apuran el paso como si en la pequeña casa que los espera, en vez de encontrar una mujer o un hombre o unos niños o la soledad, fueran a encontrar la perla de Kerouac.
Caminaba como si estuviera borracho, queriendo equilibrar los pasos que se tuercen sin obedecer la voluntad de línea recta, decente, trastabillando de a ratos, cosa que le hacía saltar brevemente, empujándose hacia adelante con precipitación, para evitar una caída.
Llegó a la plaza cuando ya la noche era acechante. Se sentó en un banco, buscando serenidad, pero sólo experimentó un mareo que inclinó su cuerpo como el Titanic atropellando el iceberg. Le costaba respirar; sintió un vahído y supo que iba a vomitar. Detestaba vomitar, esa materia nauseabunda ascendiendo con violencia, buscando su garganta, lastimándola con un sabor agrio que pugna por abandonar un cuerpo que ya es ajeno. Vomitó y luego se pasó el dorso de la mano por la boca, pensando en un vaso de agua fresca que le faltaba.
Aturdido, se paró. Se sentía sucio. Tragó saliva un par de veces. Se volvió a sentar.
Se quedó dormido, pensó la mujer que lo vio abandonado sobre el banco de la plaza, pálido y exangüe.
Publicada en Pausa #168, miércoles 16 de marzo de 2016