¿Alguno de ustedes no leyó a Jack London? Pues deberían. A mí London me vuela la peluca.
Varios años atrás encontré en la librería Mafalda un libro editado por Corregidor con los cuentos completos de él. Me parece que no incluye realmente todos, pero son unos cuantos. La compilación está divida en tres partes: Cuentos del Ártico, Cuentos del Trópico y Cuentos del Abismo. London pone siempre a sus personajes en situaciones extremas. No situaciones límite promedio de burgués. No, Jack pone a sus personajes verdaderamente al filo entre la vida y la muerte, y el instinto de supervivencia encandila en sus historias, por eso incluso las que terminan de forma brutal o en la muerte, a mí me resultan luminosas.
Por supuesto, lo otro que hace tan vital y perdurable su lectura, es la presencia envolvente de la naturaleza, la naturaleza congelada del polo y la desquiciada de la jungla.
Presté ese libro y nunca me lo devolvieron. Pero, a diferencia de lo que me pasa con casi todo lo que leo, a los cuentos de London los recuerdo.
En El amor por la vida (grandioso nombre), un hombre en el ártico primero pierde la movilidad de los pies por congelamiento; no importa; continúa; luego pierde la de las rodillas, los muslos; no importa, tiene sus brazos, y los usa. Se convierte en un hombre-gusano y así se arrastra kilómetros hasta la costa adonde lo salva un barco. Pienso en este cuento cada vez que yo, mis amigos o mis hermanos perdemos algo que considerábamos imprescindible, y sin embargo nos sobreponemos y continuamos abrazando la vida.
Pero lo que más me gusta de los cuentos de London es que en ellos no hay mera acción, automática y ciega. En El apóstata un niño trabaja en una fábrica y, a fuerza de hacer por años millones de movimientos repetitivos, se convierte él en una máquina perfecta y ajustada. Y un día manda todo a la mierda, diciendo algo fantástico: “No se puede ser feliz moviéndose todo el tiempo”. En El chinago, un coolie de una plantación en Tahití que es condenado a muerte por error, permanece ajeno a la tragedia pensando en su jardincito de meditar hasta el mismísimo momento en que lo decapitan, y su muerte es una de las más brutales y a la vez más dulces que puedo imaginar.
Hace poco encontré un librito de él en inglés, Surfing: the royal sport, en el que cuenta cómo aprendió a surfear en Hawaii en 1911 con unas tablas macizas. No puedo explicar cómo describe las olas, y lo loco que está.
Publicada en Pausa #168