Con amor, por favor, decía el Tuca. El encendedor se moría, cada encendida amenazaba con ser la última, la ruedita ya se ladeaba y la piedra se desprendía lenta y fatal. El Chiqui acariciaba la ruedita y trataba de mimetizarse con el mecanismo como si de esa forma pudiera controlarlo. El Flaco recordaba las películas donde, a fuerza de oficio y precisión abren la caja fuerte más polenta. La botella se había acabado, quedaban algunos cigarrillos, una pipa y una noche larga.
Llovía hacía una semana, la tierra tenía unos diez centímetros de agua que ya no podía absorber, la carpa había quedado abandonada como un barco oxidado. La cabaña era más precaria que la carpa pero estaba elevada un metro del agua. Una llamita tímida y azul salió del encendedor. El cigarrillo se hinchó de amarillo naranja y el Tuca resopló de alivio.
El Chiqui contó otra vez la historia del monito, cuando era chico había ido a Brasil con sus primos y su tío. Volvían en auto, cagados de calor y de sueño, el grito del tío los sacó del sopor: “Miren el monito, qué lindo”. Los chicos vieron el monito, que levantaba los brazos, como bailando, en medio de la ruta. Festejaron, pero el monito no se corrió, la frenada no fue suficiente y se escuchó un ruido de sacudón y de espanto. El tío se bajó desesperado pero cuando se acercó el mono empezó a gritar como un diablo. El tío, desquiciado, lo corrió a patadas de la ruta. A esto último se lo contaron después los primos, porque el Chiqui había cerrado los ojos y no los abrió hasta que arrancaron. Nadie dijo una palabra durante las 18 horas que quedaban de viaje.
El Tuca odiaba meticulosamente la historia del monito y sospechaba que el chiqui iba a volver a pedir plata. El Chiqui pedía mucho más de lo que prestaba y no devolvía jamás. El Flaco le pidió que contara el cuento de la enfermera de Google pero el Chiqui no quiso. El Tuca prendió el celular para poner la radio pero se quedaba sin batería y la pantalla le mostraba unos cuadraditos vacíos, como esqueletos de esos signos luminosos.
La lluvia empezó azotar el techo deficiente. El Flaco contó que cuando era chico un nene rubio, casi albino, le disparó con el dedo desde un balcón y que nunca se podía olvidar de esa imagen, que a veces la soñaba y que creía que significaba algo. El Tuca dijo que tenía una tía en Paiva que planchaba resortes a domicilio y se tiró un pedo que sonó como un trueno.