Una mujer de mi barrio tuvo una vez un accidente doméstico. Estaba en su pieza matrimonial, subida a una escalera, ordenando ropa en un estante del placard (esos placares enormes que los padres les regalaban antes a sus hijos recién casados, y que eran la forma en que se plasmaba su ilusión por el futuro de la pareja). Cuando la mujer terminó, quiso cerrar la puerta con un dedo enganchado en la manija y se resbaló. Fue un segundo: quedó colgada de la puerta, el peso del cuerpo la tiró hacia abajo y le arrancó una falange. Ahora sostiene el mate y se lava la cara con una mano incompleta.
Todos tenemos nuestro catálogo de accidentes. Cuando estaba en la temprana adolescencia, quise encender la salamandra que calentaba mi casa: le tiré un chorro de querosene y cuando acerqué un fósforo una llamarada me comió una mano. Ese día había clases obligatorias de confirmación, y yo intenté ir, pero terminé enfrente de la iglesia, con la mano sumergida en la pileta de la plaza.
Somos cosas expuestas a los caprichos del mundo físico, y como no podemos aceptar el azar, para nosotros los accidentes son siempre una lección de vida. Como el de Rousseau en Las confesiones del paseador solitario. El jueves 24 de octubre de 1776, después de cenar, Rousseau sale a caminar por las afueras de París. Cuando vuelve abstraído en sus reflexiones, un perro gran danés sale de la nada a toda velocidad y lo atropella. Dice Rousseau: “No sentí el golpe ni la caída, ni nada de lo que siguió, hasta el momento en que volví en mí”. La mandíbula de Rousseau había pegado contra el piso, tenía la cara desfigurada, pero estaba en éxtasis: “Distinguí el cielo, algunas estrellas, un poco de verde. Esa primera sensación fue un momento delicioso. Era sólo eso lo que sentía. Nacía en ese instante a la vida y me pareció que llenaba con mi ligera existencia todos los objetos que percibía (…) no sabía quién era ni dónde estaba, no sentía dolor, ni miedo, ni inquietud”.
El día de mi bautismo, mi papá, que era mecánico, salió a la ruta 70 a probar el auto de un cliente. Cuando pasó por un cruce, un señor que no lo había visto venir le puso su auto adelante. Terminó internado, con varias costillas rotas y meses de recuperación. Más de quince años después algo empezó a molestarle debajo de un ojo: era una astilla de vidrio que había salido a la superficie de su cara. Todo ese tiempo le llevó a su cuerpo expulsar esa cosa rara. Cuando se la sacaron, mi papá la tuvo entre sus dedos, la miró un ratito y la tiró.