¿Por qué tenía tantos miedos cuando era pequeña? ¿Cómo habré sabido por primera vez qué era la muerte, que me despertaba llorando y gritando de noche como loca? Me veo tendida en la cama, atenta a los latidos de mi corazón con la sorpresa siempre renovada de que, caramba, no, no se detiene, cómo no se detiene, cuándo lo va a hacer. Y pensaba: es ahora cuando se para y yo me muero. Es ahora mismo. Ahora. Y empezaba a gritar: no quiero morirme, gritaba.
Después, de día, era un montón de sensibilidades desatadas, desmelenadas. Y voy a la escuela, y tengo nueve años, y me pongo a llorar de pronto. Mi maestra se acerca y me pregunta qué me pasa y yo, callada, nada, digo, nada, porque eso era, lloraba por nada.
Con el tiempo, uno hace novela de sólo un beso; hace series de lo que fue quizá un par de cosas. Uno hace anclar un instante único y preciso como si fuera la cifra del todo. Ella me tomó de la mano, en el recreo, y me guió hasta la biblioteca de la escuela. Me dijo: quiero que leás este libro. Me dio un libro. Se llamaba: Dar, el diario de Ana María. El autor era un cura francés. Y después me dio un libro del mismo autor: Amor, el diario de Daniel. Y el tercero fue El diario de Ana Frank. Me acuerdo de ese primer día, la luz de la tarde entrando por alguna ventana, la biblioteca inmensa –debe haber sido pequeña, porque era una escuela de barrio, pobre– y ella, rubia y suave, tomando un libro y sacándolo para mí. Debe de haber estado pensando qué puedo hacer por esta nena. Y, en un solo trazo, me dio la lectura y la idea de un diario y un destino. Entonces, una parte de la fiera se amansó. Horas y horas y horas pasaba leyendo. A los diez años, en un concurso de lectura en la misma escuela, gané el premio, que era un libro, que fue mi primer libro, y se llamaba Yerutí, que es el nombre de una paloma blanca y que tenía palabras graciosas como: hiciéronle y recibiólos y veo en Google la imagen de la tapa, tan conocida y amarilla y hermosa.
Después fue la biblioteca del barrio, del club Fomento 9 de Julio. Víctor Hugo, Emile Zola, Dostoievsky. Me gustaba leer acostada. No me daba sueño: terminábamos de cenar y yo me acostaba a leer. Un día, una noche, va que Jean Valjean acude a un juicio que se le hace a un hombre acusado de un crimen que él había cometido. Y sale del tribunal con el pelo encanecido. Debería cerciorarme de que era así. Es así mi recuerdo. Me pegué un susto. Me pareció el colmo del horror, que un hombre, en manos del dolor, pasara a ser viejo en segundos. Y huí, con el dedo índice marcando la página, a refugiarme en la cocina, donde todo era ruido y alborozo de mis muchos hermanos. Seguí leyendo sentadita en una silla, de donde, supongo, provino mi psicótica manera de abstraerme y concentrarme cuando algo me interesa mucho.
Cierta vez tuve un sueño que le conté a mi analista. Soñé que tenía los dientes transparentes. Mi analista no me dijo, inmediatamente, nada. Al irme, me dio la mano como siempre, y me detuvo un segundo: Mari, dijo, cuando usted lee, muerde. Y ante mi mirada siguió: Dientes transparentes, lentes. Mientras me iba, tuve que pararme porque la risa no me dejaba caminar.
Con los libros, todo es alegría. Quizá por eso mi libro preferido es el Tristram Shandy.
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