No lo conocía mucho a Josema, era el hijo de unos amigos de mi tío. Se lo notaba trastornado con un futuro inminente de adolescente problema, tenía algunos antecedentes incendiarios, granos en la cara y una sonrisa entre idiota y temeraria, como un pequeño marine. Tenía mi edad, 11 o 12 en ese entonces.
Mi tío tenía una quinta en Rincón. En realidad era una casita bastante precaria con un terreno angosto y quedaba en una zona donde no había quintas sino otras casitas así, separadas por enormes baldíos, llenos de barro, pozos y yuyales. En esas casas vivían rinconeros nacidos y criados. Íbamos casi todos los fines de semana.
Lo único que nos entretenía, además de hacer daño, era jugar a la pelota. A veces estábamos sólo mi primo y yo, entonces buscábamos algún voluntario para jugar al menos al golentra. Un chico, una vez, nos dijo que sí, pero que más tarde, volvimos y nos dijo lo mismo pero aclaró que tenía que terminar de trabajar.
Esa tarde éramos varios: Josema, mi primo, un primo de él, mi hermano y yo. Habíamos conseguido un equipo rival. Dos o tres de ellos eran uno o dos años más grandes y se notaba mucho, un par tenían más o menos nuestra edad y “Van Basten” era más chico. Armábamos la cancha en la calle que bajaba del terraplén, la única superficie más o menos apta pero con una inclinación considerable, con lo cual, nuestro ataque era cuesta arriba.
El partido era desigual, no teníamos chance pero sí entusiasmo. Los rinconeros eran callados y parcos, menos Van Basten, que apenas nos habían hecho un par de goles empezó a relatar el partido mientras jugaba.
En su relato él era Marco Van Basten (pronunciaba “Vanbaten”) y nosotros, el equipo Conchita. Era rápido y la rompía, mientras repetía “está poniendo, Vanbaten, está poniendo, pasa a uno, a dos, goooolllll…Vanbaten 8 el equipo Conchita 1”. Los otros jugaban poco y no participaban de la gastada. Nuestra única respuesta fue, rápidamente, cagar a patadas a Vanbaten, incluso a los más grandes, cuando notamos que no se quejaban ni reaccionaban.
El partido era más o menos así, Vanbaten corría, “poniendo y poniendo” con la pelota y su relato, nosotros lo corríamos tratando de quebrarle las piernas, hasta que caía o hacía otro gol y actualizaba el resultado quejándose de que el equipo Conchita no reaccionaba. Las patadas cada vez más fuertes lo fortalecían en su juego y sobre todo en su relato, poco elaborado pero cada vez más chillante.
En una de las caídas de Vanbaten, Josema, rojo de furia, le cayó encima con las rodillas sobre el pecho y lo empezó a cagar a puñetes en la cara, gritando “está poniendo, guacho puto, está poniendo”. Fueron unos segundos y unas cuantas quemas, uno de los grandes lo sacó de un empujón o una patada. Se fueron y nosotros entramos a la quinta. Creo que Vanbaten no lloró. Josema sí, lloraba sin parar y le dijo a los padres que los vecinos nos habían pegado.