He atado dulcemente mi vida a los libros. Desde pequeñita. Recuerdo el primer libro que mi mamá me compró para que “leyera sola”: uno con tapitas que levantabas descubriendo los animalitos.
Ella se encargó de nutrir y ensanchar mi amor por los libros. Primero fue la biblioteca Robin Hood, heredada de mis abuelos. Amaba por sobre todas las cosas el olor a aserrín de esas hojas ya marrones. Louisa May Alcott, Mark Twain, Jack London. Ésas eran mis lecturas. Me encerraba en la pieza, dejando el sol afuera, y me entregaba enteramente al texto, de una forma que ya no fui capaz siendo adolescente ni adulta.
Los devoraba. Mi mamá entonces tuvo que hacerme socia de la Biblioteca Moreno. La oferta de libros para chicos en los 80, exceptuando la colección Elige tu propia aventura, no era muy buena.
A los doce o trece años empecé a ir a las librerías sola y compraba cosas que ahora me parecen infumables: Poldy Bird, Richard Bach, Leo Buscaglia.
Más tarde vinieron García Márquez, Benedetti, Cortázar, Galeano, Sábato. Mi mamá era fanática de Stephen King y también leí unos cuantos libros de él.
Sólo de grande, pasados los 20, empecé a leer las mismas cosas que leo ahora: autores angloparlantes y argentinos contemporáneos, poesía de los 90 para adelante, algunos clásicos.
Y también, gracias a un trabajo maravilloso que obtuve a los 28, me hice una gran consumidora de libros para chicos.
El día que me aceptaron para trabajar en el proyecto Familias y Nutrición quizá sea el más importante de mi vida. Estaban buscando gente para el equipo técnico provincial de un proyecto de la Nación en torno al desarrollo infantil integral. Necesitaban un referente en Lectura.
Ahí fui yo a la entrevista, con mi poca experiencia y mis gigantescas ganas, y éstas últimas resultaron convincentes.
El proyecto me abrió un camino de vida. Por seis años, recorrí los pueblitos de la provincia, implantando bibliotecas de literatura infantil y capacitando a facilitadores para que contagiaran a los chicos el gusto por leer.
Cuando fui a buscar los libros con los que trabajaría, me dieron cuatro cajas. Las espié en el remis camino a casa. Y cuando llegué, desparramé los 200 libros por todo el piso. Eran libros hermosos, perfectos. Portales a otra vida. En todos los años que yo había dejado de leer literatura infantil, el mundo editorial de los libros para niños se había transformado y ahora traían ilustraciones maravillosas, que tejían junto a las palabras textos profundos, bellos, inquietantes, irónicos, tiernos, divertidos, irreverentes.