Un aura de magia y luces alborea desde siempre el patio de la infancia. Todos sus árboles: el ciruelo de flores blancas en septiembre, el paraíso central y a la izquierda, con una rama horizontal donde nos trepábamos con mi hermano en el secreto de las siestas de verano, un par de naranjos, un par de limoneros, una higuera un poco escuálida. El chorro de agua que cruzaba el aire cuando el alborozo pintaba, al regar, mientras pasaba el mate entre las risas de la adolescencia. Y, antes, siendo chiquitos, cuando la lluvia llenaba de agua el cruce de nuestra calle de tierra y el asfalto de la transversal, se hacía un laguito donde meter las patas y llenarse de barro que bien valía la pena del reto maternal.
¿Desde siempre? El tiempo tamiza la perspectiva y agrega puntitos dorados donde quizá todo era gris o negro: la perplejidad de que el niño dios le trajera una bicicleta a María Teresa y nunca a nosotros. Que la Titina tuviera una casa grande y reluciente y la nuestra fuera tan chata, y no tan fea como la de Dominguito, que nos daba un poquito de repulsión. Que algunas chicas fueran a una escuela de monjas y nosotros a la del barrio. Que los tíos tuvieran auto y mi papá, no.
Leía anoche un libro de Benjamin, sobre su infancia. Dice: “alfombras enrolladas”, “tías vestidas de seda”, “la voz de la niñera”, “vacaciones”. Palabras extrañas y ajenas. En casa no alcanzaban las cucharas para que todos tomáramos la sopa al mismo tiempo. Pero había sopa. O, muchas noches, se cruzaba la cena con premura, café con leche y pan con manteca.
Más que los cumpleaños, la fiesta era la Navidad y el cumpleaños de mi vieja. En esta última fecha, el viejo traía un paquete grande y con moño dorado, de donde surgían unos merengues blancos y ligeros como la nieve, con dulce de leche o crema en el medio, que se deshacían en la boca con la dulzura de lo raro.
También era fiesta el comienzo de las clases. Para nosotros, que éramos cinco hermanos, la llegada de los cuadernos y de los lápices, los colores y la cartuchera, eran un premio por haber sobrevivido a las vacaciones tediosas e interminables del verano santafesino. Y éste es para mí, y éste otro, también. Forrar los cuadernos nuevos con dedicación y prolijidad, para que dure su hermosura.
Todo esto lo hacía el papá, que por épocas llegaba a tener tres trabajos: el de siempre, de vendedor de sedería, cuatro horas a la mañana y cuatro a la tarde; más el de hacer cortinados y tapicería, eventual; más vender medias de seda en el barrio. Y mi vieja, que atendía la casa y a los cinco guachos a quienes pretendía tener a raya con la amenaza: ya vas a ver cuando llegue tu padre. Y yo, con la crueldad y el desconcierto de la adolescencia, cuando pasaba de seis a ocho horas por día leyendo, preguntándome: qué vida es ésa donde no han estado los libros.
Querida, la vida de un niño que a los diez años, apenas llegado del Líbano, iba al centro a vender cosas que llevaba en una canasta, y que una vez perdió la moneda para el tranvía y se tuvo que volver solo, caminando, hasta Monte Vera.
Pienso, ahora, lo que debió ser para ellos poder comprar una casa, que mi nacimiento inauguró. Apenas unos años después del suicidio en Port Bou.
Publicada en Pausa #171, edición de 28 de abril de 2016.