A nuestros padres no les importaba la religión, pero habían tenido una educación católica rigurosa y, por inercia, nosotros debíamos tenerla también. En la colonia agrícola, no estar bautizado o no haber pasado la comunión era casi tan peligroso como ser una bruja en el siglo XVII.
Así empezó el calvario: las clases dos veces por semana, las enseñanzas con moraleja, la culpa por haber mentido o por habernos tocado mientras nos bañábamos, la presencia obligatoria en la misa de los domingos, bajo la mirada de viejas que tomaban asistencia mentalmente. Ahí estaba yo, sentado con mis amigas en un banco largo de madera, escuchando las lecciones de un padre con micrófono, el mismo que a veces hacía su entrada triunfal intoxicándonos con el humo del incienso que salía de un incensario lujoso de plata. No era fácil soportar una misa. Revoleábamos los ojos por todos lados: de las molduras doradas a las escenas de la crucifixión –crucificción–, de las nucas de los fieles que teníamos delante a nuestros zapatos. A veces nos tentábamos por cualquier pavada y otras veces ni siquiera entrábamos a la iglesia, nos quedábamos en la plaza haciendo nada. Éramos chicos de nueve años.
En esa época apareció el padre Rucci, el primer párroco del clero diocesano en la Parroquia de la Natividad. Rucci tenía una voz potente, ayudada por la acústica del templo. Cuando hablaba, parecía que se había abierto el cielo y era Dios el que se dirigía a nosotros. Una de las cosas que más miedo me dio durante mi infancia fue tener que confesarme con él.
Las clases de catequesis y confirmación se daban al lado. Una de mis profesoras era la prueba de la existencia de Dios: al verla con sus anteojos redondos, su pelo enrulado y su bondad tan pura, uno creía que era una enviada del Señor en la tierra. No así mi profesora de confirmación, que pertenecía a una raza típica de creyente: los que hacen lo contrario de lo que predican. Para decirlo de otro modo: una tragahostias hipócrita. En su clase nos sentábamos en círculo, yo siempre pegado a mi amiga Luci. Teníamos algunos compañeros terribles pero seductores, como Juan. A mí y a varias chicas de la clase nos gustaba. Con la Luci hacíamos la tarea de confirmación arriba de un árbol, como si viviéramos en El libro de la Selva, y hablábamos de él. Unos años después, Juan estuvo involucrado en un hecho siniestro: prendió fuego, con sus amigos, a un borracho que dormía en un galpón cerca de la ruta, y el tipo se murió.