Tambuchos. Bolsas estancas. Cubrecockpit. Riñonera. Hincapié. Botitas de neoprén. Remeras térmicas, dryskin.
Chaleco salvavidas. La pala atada, cabo de vida y achicador por si te das vuelta. Llevar siempre el celular con crédito, agua, off, protector. Si uno fuera del todo responsable y prevenida, llevaría también siempre silbato, linterna, y botiquín. Mirar algunos videos de salvataje. El canotaje no es un deporte terriblemente peligroso, pero a veces en el agua te podés comer una negra.
Empecé a remar hace diez años en Azopardo. Me cambió la vida. Mis fines de semana o mis tardes libres, que antes eran un bodrio, pasaron a estar llenos de naturaleza, de esfuerzo físico, de perspectivas inéditas de la misma ciudad que habitaba desde siempre. Íbamos para el lado del Puerto y el Náutico Sur, el Canal de Acceso, también por el riacho frente a la Vuelta del Paraguayo, y para el lado de la laguna. Con esas incursiones a mitad de camino entre la ciudad y la naturaleza, empecé a escuchar la música de las islas.
Hace unos seis años con unos amigos mudamos las embarcaciones a un club más lejos de la ciudad.
Ahí las islas terminaron de atraparme entre sus enredaderas y sus pájaros. No sé si es mi abuela altoverdense (¿le gustaría la isla a ella, sabría ella remar?), el amor de mi papá por el río o mi infancia junto a la laguna, pero no hay duda que el barro, el agua marrón, las plantas acuáticas y el olor orgánico del río son parte de quien soy. Me rehúso a una vida sin contacto con la naturaleza.
Internarme en los desmesurados laberintos isleños es mi forma de meditar. Me olvido de mí, me olvido de todo. Es el reino de los pájaros y las plantas-monstruo. Recorrerlo en una embarcación pequeña y silenciosa, a la deriva o haciendo fuerza contra la corriente, es una de las definiciones de felicidad para mí.
De chiquita mi papá tenía lancha, pero yo no puedo decir que haya curtido la isla, ni el río. De las veloces travesías, sólo recuerdo que nos ponían a todos los guachos el salvavidas anaranjado, el estruendo del motor, por sobre el que sólo era posible hablar a los gritos, y las salpicaduras de agua que desparramaban las hélices. Lo único que recuerdo admirar con cierta fascinación, eran las dos brazos de espuma que se abrían atrás de la lancha, con jorobas brillantes que primero crecían y luego se aplanaban azotándose contra las costas. Tampoco bajábamos a la isla, no nos dejaban, sólo nos dejaban correr como sacados en los pocos bancos de arena que por ahí encontrábamos.