El viejo del agua compila los deliciosos universos literarios tejidos por José Luis Pagés en los últimos 40 años.
Esos cuentos de José Luis Pagés que todavía no habían encontrado espacio dentro de sus anteriores publicaciones (Fidelia y otros cuentos, 1976; El hombre de los perros dálmata, 1985; Todos los jueves, 1993), y algunos que sí, conforman El viejo del agua, el nuevo libro de ficciones de uno de los columnistas literarios de Pausa y, por décadas, cronista de sucesos en distintos medios locales.
Hay que andar con cuidado, porque puede pasar algo (la condición de posibilidad es de una inocencia consciente) a la vuelta de la página si fueron de Pagés los dedos que practicaron ahí el verbo narrar.
Según prologa Enrique Butti en esta edición de la UNL: “Aludiré apenas a que esa poética de Pagés sabe manifestarse con furtiva exactitud para solapar mejor el momento en que irrumpan sus sorpresas, de manera que a la par de una embestida feroz o milagrosa se modere sin énfasis ni golpes de efecto, por contraposición el resto, lo trivial u ordinario, adquiera el amenazador viso de un mundo donde puede esperarse en cualquier momento la irrupción de lo que en cuestión irrumpió”.
Como si las terminaciones fueran el último filtro a la gotera de situaciones posibles en los universos literarios comprimidos en apenas algunos pares de hojas, las historias de El viejo del agua sintetizan (otro verbo llevado a cabo por el autor), por casos, el realismo mágico de Gabriel García Márquez y lo lúgubre de Horacio Quiroga.
No obstante, el boom de las letras latinoamericanas, ocurrido el siglo pasado, no significó el establecimiento definitivo del escritor retirado para escribir sumido en el trabajo como paradigma literario. Más bien, a 2016, los escritores sacan libros no cuando tienen listo el texto, sino cuando se encuentran con la oportunidad de publicarlos.
Esas son apenas algunas pistas acerca de variables que atraviesan al periodista que ensaya ficciones y que no puede renegar de esas dos condiciones en cada uno de los 36 relatos que constituye esta compilación: el estilo directo que prefieren sus personajes que enuncian en primera persona para contar sólo lo necesario al respecto de una muerte revertida (lo que abre el juego para que el lector reponga las omisiones con material propio) y casi la imposibilidad de simpatizar con protagonista alguno a causa de contingencias como caídas libres infinitas o de la ambigüedad que generan las fintas de humor negro que tira Pagés de tanto en tanto.
La descripción como recurso recurrente y recursivo quedó afuera de la convocatoria, en detrimento (otra vez) de la síntesis: el “vuelo” poético se juega en lo que dura una oración: “Los hombres repetían esas historias exaltados por sus propios desbordes imaginativos y a la hora en que la semipenumbra del bar flota ese tufo inconfundible de tabaco y alcohol exudado, llegaron al colmo de delirio cuando Víctor se acercó a ellos precedido por aquel bastón que empuñaba con su mano tan amarillenta como huesuda”, en “Ojos amarillos”, cuento en el que el autor además recupera alicientes de la mitología griega y los ojos en la moneda del muerto.
Distintas formas de la muerte, el contraste entre los que envejecen y los que ejercen su juventud, la (in)comunicación interpersonal, son tópicos que cumplen la función de los telones verdes en el cine: operan de trasfondo sobre el que se montan los textos que se dividen entre los que fueron publicados en antologías, en periódicos o revistas y, claro, los inéditos. Las fechas como rúbrica al término de cada cuento hasta da la sensación de ser una trampa, puesto que el estilo neutro (el equilibrio justo entre los usos coloquiales y formales, lo que lo convierte en lectura posible para cualquier iniciado en el castellano), así como el pulso narrativo funciona lo mismo en los fechados en 2011 o en 1979.
(*) El viejo del agua fue publicado por Ediciones UNL en 2015.
José Luis Pagés empezó a escribir a los 16 años y no paró nunca. Desde el principio sus cuentos fueron "mágicos", por falta de otro adjetivo más preciso. Antes de sus magníficas crónicas policiales, antes de las anécdotas anodinas que convertía en relatos y en parte de nuestra vida, de jóvenes.
Pero su vida fue mágica también. En su casa las lamparitas se transformaban en la lámpara de Aladino, los cuentos infantiles de sus hijos -y de los míos- en una realidad tangible. Junto a su mujer, cuyo principal deseo era volar.
¡Gracias, Flaco!