Con un show en el que repasaron viejos y nuevos clásicos, Estelares pasó por el Centro Cultural Casa España.
Una tarde de sol. Las antenas bien paradas, oteando el horizonte. Los cuatro abuelos reunidos en Agustina, un pueblito de 300 habitantes al norte de Buenos Aires. Un joven Manuel Moretti envuelto en la madera de su guitarra. Tan oscuro e insondable como el corazón del instrumento de cuerdas fueron los años 80/90 para el líder de Estelares. “Hoy tengo 50 años y soy feliz”, dice sin decirlo cuando entona canciones tan memorables como “Doce chicharras”, “Un día perfecto” o “Cristal”. No parece casual que en la primera de ellas, el juglar juninense declare eso de hundirse para cantarle al amor.
En la actualidad, el rock argentino goza de muy buena salud y hay muchos indicios de que Estelares –junto a Ella es Tan Cargosa, Los Tipitos y otras agrupaciones– es uno de los guardianes del tesoro conocido como canción popular. Decíamos los 90… como la canción con aires punk de “Una temporada en el amor” (2009). Por esos años, un poco antes, Manuel era un hombre triste, contrariado, oculto tras sus gafas negras, atormentado por las drogas, un joven estudiante de Bellas Artes radicado en La Plata, sobreviviente post-punk, que no podía controlar la necesidad fisiológica de parir canciones. Cuando Torio lo conoció, entendió que la prosa de su amigo necesitaba de su complicidad musical. Nacían Los Peregrinos. Una de las primeras canciones que Manuel presentó a Bertamoni fue “20 de noviembre”, compuesta originalmente en 1991. Entre el cantante y el guitarrista ya se había forjado una sociedad, que años más tarde, se completaría con la presencia de un bajista influenciado por The Cure y Peligrosos Gorriones, y que respondía al nombre de “Pali” Silvera.
El nuevo milenio
Una noche fría en Santa Fe. Domingo. Manuel lleva unos lentes en perfecto contraste con su cabello níveo. Detrás, sus dos ojos cotejan el lado oscuro del sol. Acá no hay metáfora: las canciones son el gatito que se equilibra entre el bien y el mal... pero pase lo que pase, el animal siempre elige lo único real: la libertad. Antes de que una canción les diera de comer (“Aire”), hubo alopidol, depresión, viajes en tren, imbatible soledad. Eso grita “Campanas”, fragmento de la obra abierta de Estelares que, en un guiño hacia el futuro, bautiza la última placa del conjunto juninense-platense (Las antenas, 2016). El cantante se vale de la referencia para descargar una reflexión política sobre la extrañeza que le genera esta sociedad, que habilita gobernantes que nos dejan sin laburo.
En el escenario, hay seis personajes en busca de una canción. Víctor Bertamoni en tándem con Guillermo Harrington se luce en guitarras –a veces Manuel los acompaña con la criolla–, y “Pali” Silvera pulsa un hipnótico bajo, mientras que el baterista Javier Miranda multiplica la energía del ambiente en “Bienvenida”, “Eléctricos Duendes” y “De la Hoya”, dedicada a la memoria de Muhammad Ali. Eduardo “Rata” Minervino, el único hombre de conservatorio, se encarga de los teclados y logra una destacada versión de “Autobuses” en clave de tango-vals.
La noche del domingo en Casa España es un homenaje a varias cosas: el dolor, el amor, la amistad, el arte, el boxeo, la soledad, la canción. No extraña que una balada oscura como “200 monos” de paso a una balada romántica (“Las trémulas canciones”), como tampoco sorprende la reivindicación de dos poetas del rock argentino (“Cuino” Scornik y Jorge “Perro” Serrano).
“Somos una banda al servicio de la canción”, dijo en alguna nota Torio Bertamoni, y no se equivoca.
Los anteojos
Una vida en claroscuro. Lejos del sol del pueblito limítrofe con Junín, Moretti parece un hombre feliz. Un peregrino de su sensibilidad que, bien acompañado, pudo capear la tormenta del país y su propia tormenta personal. No parece molestarle la popularidad.
Desde hace algunos años, las canciones de Estelares traccionan el furor de las hinchadas de fútbol argentino e internacional (dato de color: Tigres de México hizo un video institucional sobre la base de la música de “Ella dijo”). “América” es una canción que escribió en el año 1987. Cada vez que la interpreta en vivo, como buen poeta, revisa y comenta la letra, y añade su propio mantra, el de un hombre feliz: gracias por salvarme, gracias por traerme de vuelta... te quiero mucho. Por momentos, su voz recupera la mística y la tradición de Sandro, Favio, el Club del Clan, y tantos otros cantantes populares. No sabemos a qué le habla Manuel. Pero tenemos la sospecha de que le canta a todo lo que lo salvó, al amor.
Detrás del lector voraz que gusta decir “truhán” o “benteveo” hay un romántico al que la canción, como sustrato o puente de la oralidad, lo conmueve y, desde él, nos conmueve a nosotros. ¿Qué verán los anteojos de Manuel? ¿Serán su disfraz o su paradigma? ¿De qué color son los ojos del juglar de Junín? Mientras, la luna y el sol se columpian en las afueras de la sala... o eso quisiéramos creer. Hay una guitarra que ahora nos ilumina el alma... y el corazón sobre todo.
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