Cuentos, poesía y código: Juanjo Conti navega la edición entre el papel y la pantalla.
Provincia adentro, donde la Internet demora más en llegar y vivir tiene otro brillo, el nene Juanjo Conti se devoraba los libros que sus padres le iban regalando de a uno. Los límites de la poblada de Carlos Pellegrini (a 170 km al sudeste de esta ciudad) asfixiaban la amplitud de la ansiedad del pibe que, ya un poco lejos de ser ese entusiasmado lector, se mudó a la capital para estudiar para programador. Ya en ritmo universitario, la perspectiva de su pueblo natal desde la ciudad empezaba a imprimirse con otro color, como fuente y escenario de sus emociones, esas que lo llevan directamente a la infancia y, por ende, a la literatura: “un amigo de la facultad me prestaba libros y empecé a leer de nuevo y a escribir; en ese momento tenía la ilusión de hacer ciencia ficción que era lo que estaba leyendo (principalmente con Isaac Asimov). En un momento me dio un poco de envidia cómo con palabras un escritor podía disparar y generar cosas, emociones, imágenes, movimiento, así que me puse a escribir. Creo que el mayor halago que se le puede hacer a un escritor es que el texto sirva para hacer que alguien se sintió transportado leyendo eso.”
Si bien la incursión en el género no lo satisfizo, Juanjo no agotó por eso sus esfuerzos e insistió en el desafío de provocar conmoción en sus lectores. Una palabra toca una tecla en el piano de la imaginación, diría Wittgenstein. Sus fuentes de lectura también son Rafael Fernández, “un personaje que vive en el medio de la nada en España, haciendo la huerta y viviendo de lo que escribe” le cuenta a Pausa y Claudia Piñeiro, cuya carrera de escritura empezó llorando (“camino a una auditoría de los tornillos con los que se hacían los compresores de aire”) por lo monótona que era su rutina de contadora. La lejanía del pueblo y las facetas diversas (que prejuiciosamente podríamos acusar de antagónicas, constituyentes de un oxímoron) que conviven en cada uno de nosotros se hacen patente en relatos como Bicileta y Visita al dentista, de su libro La prueba del dulce de leche (2014).
Una vez alejado del empecinamiento de la ciencia ficción, las referencias no se escapan pero son bien deliberadas: “Como no me vi muy habilidoso para la ciencia ficción me remití un poco más a cuestiones cotidianas, costumbristas, situaciones con las que me encontraba en el pueblo, siempre buscando el giro para darle un atractivo extra al relato. Así pasó por ejemplo en el primer cuento que escribí, que (extrañamente) todavía me gusta y que forma parte de la primera tirada de libros que saqué: “La máquina de hacer cuentos”, que por recomendación de una amiga puestera encargué a Gonzalo Geller, de La Gota Microediciones y los regalé para la Navidad del 2009”. Los ejemplares que sobraron los ofreció y vendió por su cuenta de Twitter y hasta tuvo que hacer unas tiradas extra.
La editorial automática
“Como me dedico a escribir en los ratos que mi trabajo de programador me deja libre, el tiempo que pasa hasta que el libro se diseñe y se imprima es súper dilatado; entonces, me puse a buscar y no encontré software que agilice el proceso de diseño y puesta en página de los textos. Así que desarrollé Automágica con el objetivo de automatizar el camino del texto al libro-objeto-papel utilizando herramientas de programación, tercerizando lo que no sé o no me gusta hacer”. Así, con su editorial unipersonal, Conti no tiene que preocuparse más que por escribir esos cuentos que abordan la metafísica desde aventuras domésticas con condimentos fantásticos y que hasta presentan covers de cuentos imprescindibles de la tradición argentina como “Continuidad de los parques” y “La noche boca arriba” de Julio Florencio Cortázar y “El Aleph”, de Jorge Borges.
Este software de uso libre no solucionó únicamente un paso del proceso productivo, sino también algo planteado, por caso, en “Examen de la obra de Herbert Quain” (incluido en Ficciones, de 1944): ahí, Borges esboza una novela no lineal, ramificada tan compleja de escribir que nadie se tomaría el trabajo de leer, ni mucho menos de escribir.
Con Automágica el diseño editorial del libro controlando márgenes, cuestiones tipográficas y demases, posibilitó la escritura de la novela Xolopes (2014). Según Lis Gariglio, “la herencia de grandes autores es notoria y logra convertirse en homenaje. Allí están presentes Juan Rulfo con sus múltiples narradores y, sin lugar a dudas, Julio Cortázar, con sus juegos de palabras, sus idas y venidas en el tiempo y en el espacio, la diversidad de tipos de textos y el intrincado mapa de relaciones entre las partes del relato que transforma a esta novela en un mosaico o en un rompecabezas que se completa al final mediante la voz del escritor.”
Entonces, a la vez que logró resolver el desafío de ahorrar tiempo en diseñar, en distribuir (lo hace personalmente, bien vendiendo por Twitter o en alguna charla acerca de por qué es tan importante saber programar: “es un superpoder en este tiempo”, dice), Conti dio además una respuesta concreta y eficaz a la idea borgeana de una novela con una estructura compleja. Al mismo tiempo, logró acoplar sus distintas zonas de interés de una manera operativa: “también escribí algunos poemas recuperando cosas del lenguaje de programación, pero sólo los compartí con personas cercanas que podrían acceder de una manera más inmediata a su compresión”.
A favoritos
Tanto los libros como los artículos al respecto de los procesos de corrección, registros fotográficos de recorridos de Juanjo Conti y otros contenidos de libre circulación se pueden encontrar en la web: www.juanjoconti.com