La mamá de Fernando barre el frente de la cabaña. Una de las siete que se ofrece en alquiler a los familiares que vienen de lejos a acompañar a sus enfermos. La mayoría, asignadas por Iapos o contempladas por las ART para los trabajadores accidentados. Fuera de cobertura, son carísimas. El precedente de este pequeño complejo lo sentó una familia con una hija muy enferma; venían de lejos y, con autorización del Centro, construyeron la primera. De esto ya hace unos diez años. La chica finalmente murió y la familia se volvió a su casa. Entonces surgió la idea de incorporar ese servicio para familias del interior. Ahora son siete. Tres dobles y una simple. La pionera.
Fernando es de Pirané, Formosa. Tiene veinte años y una cara muy particular. Salvo la nariz de pelota, los dos nos parecemos mucho. Piel mate, ojos chicos, rasgados, labios finos y una delgadez casi patológica. Llegó al Centro un par de meses antes que yo. Se cayó limpiando un criadero de pollos en un pueblo de Entre Ríos, una tarima de madera podrida cedió a su paso y terminó en el suelo, a menos de un metro. Pero el golpe fue fatal. Cayó mal, como se dice. Cuando llegó al Centro era una larva, ahora mueve los brazos, agarra el mate y sostiene cómicamente su cigarrillo con una imprecisión que disimula afectando estilo. Un estilo refinado que no le cuadra.
Las madres del interior asean sus casas. Temprano se las ve barrer el frente de las cabañas y a la tardecita, riegan las plantas y flores de los canteros. Las señoras bien, venidas de ciudades importantes, esperan a que llegue la mucama.
La ventaja que tienen los pacientes con familiares es que se van a comer a sus cabañas y después regresan para hacer la siesta, lo mismo a la noche. Es que el servicio de enfermeras no va a las cabañas y es recomendable tenerlas cerca por cualquier complicación.
Las relaciones entre los enfermos son en cierta manera superficiales, a pesar de las pandillas que se forman. Cada uno sobrelleva su drama en la intimidad, quizás por eso estos apuntes no puedan conformar más que un friso por el que desfilan algunos de los casos de los que pude estar más cerca. Por ejemplo, de los críticos, apenas conocemos los que fallecen. Circula la noticia y se ve a los deudos llorar en la puerta de Tratamientos Especiales. También pasa que un buen día, uno recibe el alta y nunca más se sabe de ellos, a no ser por algunos regresos esporádicos para control. Lo demás apenas se percibe en los avances y recaídas expuestas en el gimnasio, donde podemos ver tal o cual evolución o intuir por el aspecto el estado de ánimo de los compañeros. Porque apenas somos eso: compañeros en un proceso.
Sin embargo, con Fernando nos tenemos simpatía, y cada tarde, después de entrenar, salimos al fondo a tomar mates, fumar y charlar de cualquier cosa. Sabemos que vamos a compartir mucho tiempo, y eso nos lleva a acercarnos como los soldados en las trincheras, para distraerse un rato con una compañía afín. Me llama la atención que no sepa casi nada de su diagnóstico, ni recuerde las vértebras afectadas –es fácil intuir que son las cervicales más altas–, tampoco sabe en qué momento de la rehabilitación se encuentra, ni para qué son los ejercicios que le da José, su kinesiólogo. Él hace lo que puede, otras veces “descomprime” echado de lado en una camilla. “Descomprimir” le llaman a cambiar de posturas, salir de la silla para tenderse y rotar el tronco, cada 15 o 20 minutos, con ayuda del kine. De esta manera se evita la formación de escaras en el sacro, que es la zona de mayor riesgo para los postrados. Él hace y sonríe, después lo pasa a buscar la madre y nos reunimos entre las ambulancias a charlar hasta la hora de la cena.
Su conversación es plana, no domina bien las expresiones urbanas, así que prefiere callar y reír. Su cantito guaraní es muy dulce, pero los rosarinos no le perdonan nada y lo apabullan con sus estentóreas voces capitalinas, más vacías que un sapucay. Pero a veces me sorprende con cosas que yo no sé, de la naturaleza. Por ejemplo, cuando le comenté que los pinos se estaban poniendo amarillos por la cantidad de agua que estuvo cayendo, me dijo que no, que era porque estaban florecidos.
Ahora le toca a las abejas transformar toda esa materia dulce en miel. Con razón ya había visto algunas muy chiquitas rondando los charcos.
Al rato vino la ambulancia y se lo llevó al pueblo a terminar de arreglarse los dientes.
—Ahora voy a quedar más lindo.
—Y sí, la facha entra por la sonrisa.
Yo también estaba encariñado con las calandrias, que en esos días aprendí a distinguir. Antes las conocía por el folclore y algún poema de la escuela. Hasta que Carmen, una señora de Colón que tiene a su hijo internado hace seis años, me dijo que eran malísimas. Que ella una vez había juntado un pichón moribundo, después de una tormenta, y se lo llevó a la casa. Lo calentó, le hizo un nidito y le dio de comer. Cuando el pájaro se puso bien, empezó a azotar las ventanas y a darle picotazos a la pobre benefactora. Nunca se me hubiese ocurrido que esos animalitos tan graciosos pudieran ser salvajes. Al final, dice que abrió puertas y ventanas y se acovachó hasta que la calandria se dio a la fuga. En el cielo parecen buenas, o por lo menos graciosas y agradecidas. La bondad y la belleza no siempre coinciden en un mismo lugar.