Cuando tenía unos 16 años empecé a participar de un taller literario. En alguna oficina del palacio municipal de mi modesta ciudad, una poeta, pongámosle Elsa –no para resguardar su identidad sino porque su nombre se borró de mi archivo mental– nos esperaba a mí y a otras cinco personas para mostrarnos qué era la literatura. A las personas les encanta adorar chamanes, creer que ciertos individuos tienen poderes sobrenaturales aunque sean, en realidad, intrascendentes; Elsa fue mi primer chamán. Una tarde nos leyó a Lorca y otra tarde, bajo esos tubos fluorescentes que son la luz del Estado, nos leyó un poema suyo que era más largo que la Odisea. Todos la escuchábamos, rodeados por escritorios con computadoras y monitores pesados de los 90. Era fácil convencernos de que ella era una verdadera poeta, a nosotros, un grupito de perdedores que apenas tenían fuerza moral para sostener el papel con lo que habían escrito y que leían casi pidiendo disculpas. Elsa se cansó del taller, pero antes hizo algo. En esa época yo leía a Pizarnik como la leen los adolescentes, es decir, pensando sólo en ellos. Le pregunté a Elsa qué le parecía y me respondió que Pizarnik era una poeta “diabólica”. Por eso me vendió sus obras completas, esa primera edición con la carita de Pizarnik fosforescente en la tapa –¡es diabólica!– a 15 pesos. Los dos salimos ganando: ella se compró varios atados de puchos para seguir leyendo a Lorca en su living y yo me aseguré mi dosis de angustia existencial.
Un año después pasé a otro taller, en el que un emérito hombre de letras de Santa Fe se tomaba un colectivo y venía a la colonia para instruirnos. Era perverso: nos destruía los textos, nos decía en la cara que éramos malos, se nos reía. Pero lo peor de ese taller eran las dos viejas brujas que manipulaban a todos a su antojo. La mezcla de menopausia, religión y literatura es un combo fatal. El taller tenía una revista mensual y ellas decidían quién publicaba. “A Mabel no le gustó tu poema, pero a mí, sí”, nos decía Amelia al oído, pero después, en público, las dos estaban de acuerdo en todo. La presentación de la revista se hacía en una de las glorietas de la plaza. No sabíamos que si existe algo llamado literatura, estaba lejos de ahí, de esas viejas con blusas floreadas, de esa revistita abrochada y de nuestras voces solemnes que subían al cielo gracias a la ayuda de un micrófono, mientras la gente nos miraba como a unos locos.
Reconocer ( y reconocerme ) en la “anécdota” esos matices que proponen los talleres es un buen tema para debatir. No solo para los que, como vos y yo, asistimos a varios de ellos sino como ejercicio válido para todos aquellos que los “dictan” (y nunca mejor puesto el término que aleja la perspectiva de creatividad). El ego, de los que escriben algo independientemente de su calidad literaria, y la dominancia cultural que somete ( regula, impone, marca) el gusto no solo a cuestiones de conocimiento sino que también amputa cualquier intento de ejercer la subjetividad humana, son factores que deberían revisarse para que un taller literario tenga un real sentido de construcción de la lengua (o al menos la experiencia con esta). Lo otro que se me ocurre es preguntarnos qué hicimos nosotros con lo vivido. Saludos.