La crónica, género estrella, en la mirada de tres escritores que hacen punta en el oficio.
El cambio de paradigma en cuanto a las distinciones de género tiene jurisdicción también en los ámbitos artísticos, terreno que no se deja lotear y prefiere el tránsito libre, por ejemplo, para mezclar oficios tan característicos como encontrados: el periodismo y la literatura constituyen una de esas dicotomías falaces. De esta materia se ocuparon Liliana Villanueva (Las clases de Hebe Uhart), Selva Almada (Chicas muertas) y Cristian Alarcón (Cuando me muera quiero que me toquen cumbia) en uno de los paneles más concurridos del 12º Argentino de Literatura que se concretó por tres días en el Foro Cultural de la UNL.
Villanueva empezó a escribir con relatos de viajes por correspondencia para una suegra alemana, vivió en varios países y a raíz de ello construyó un “yo” que enuncia desde muchas pertenencias: “cuando mi suegra me preguntaba si en Sudán eran igual que ‘nosotros’ no sabía si hablaba de los alemanes, de mí, una argentina filtrada por suiza, no sabía”.
Justamente al respecto también reflexionó Alarcón, un chileno que creció en Argentina y se formó en La Plata, director de la Revista Anfibia y fundador de Cosecha Roja (la Red de periodismo policial de América Latina: “aquí no hacemos como en los diarios que cuentan muertos, nosotros contamos muertes”, dijo), que en la mañana previa a la disertación coordinó un taller para cronistas convocados por la agrupación Barrio 88.
La cuestión policial es patente también en la narrativa de Selva Almada. Más puntualmente en su libro que recupera tres femicidios que permanecen impunes (28 años el más reciente), hace una reconstrucción del trabajo de campo hecho para el libro “sacándose la careta”…; así y todo, Gabriel García Márquez y Rodolfo Walsh siguen siendo las estampitas para un formato (la crónica) que acusa un espíritu netamente latinoamericano: no sabemos cuánto habrán agregado Truman Capote, pero sí conocemos el ejercicio de ficcionalzación practicado por Selva Almada porque la misma autora fue la que reconstruyó en una rápida memoria de producción que ofreció a una Sala Saer llena hasta la escalera. La obsesión de ser fiel a la sucesión de los hechos es más bien una obsesión anglosajona. También la condición de que el cronista haya estado efectivamente en el lugar en el que las cosas pasaron fue una prenoción discutida: no interesa si las descripciones fueron vistas efectivamente o anexadas a un vacío textual, la crónica es, ante todo, interpretación: “lo que trasciende es el sentido que pueda descubrir un periodista del mundo, no la información”. El dato acaba siendo un dato accesorio y el sentido, algo del orden de lo imaginario. Si al cronista de policiales no se le pide que mate gente para creerle una muerte…
“La experiencia no es intransferible, ¿por qué le exigimos presencia al cronista para creerle?”, se pregunta Selva Almada al respecto. La crónica gana “humedad” con elementos narrativos, el trabajo con el lenguaje, como el recuerdo de una nena que intenta hermosear su percepción del mundo, la intromisión en un universo de símbolos que le asombra y que va a contarlo en un texto o a veces la pertenencia al mismo pero con un salto que se presume clave: un salto mínimo en las competencias de quien se posiciona como cronista y que da cuenta de distancias de clase, cuestión que acaba asegurando que siempre haya extrañamiento, una fascinación.
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“A los siete u ocho años, estando arriba de un tren a punto de salir de vacaciones a la playa con una colonia infantil que se llamaba Evita, vino una frase a mi cabeza que tenía que ver poco con cómo pensaba y me sentía yo. En un papel carta, color celeste que había puesto mamá en mi mochila, escribí la frase y me sentí una impostora”, anecdotiza Liliana Villanueva al respecto de sus crónicas de viaje por el mundo, que en el caso de los cronistas es un recorrido perpetuo hasta la literatura, hasta un no lugar.
Para Cristian Alarcón, transformar algunas zonas de “lo real”, entramar en los textos la experiencia propia y esa sensación de ser un viajero eterno, otro, visitante, constituye uno de los objetivos centrales del formato crónica. Su peso literario ya no es materia de discusión: desde Mansilla y Sarmiento en el siglo XIX que venimos leyendo escritores latinoamericanos excitados y excitando con sus relatos en ciudades de Europa o mirando a los indios ranqueles tirados en el piso chupando la sangre de una yegua antes de que la chupe la propia tierra.
“Transidas de una pulsión narrativa, hay toda una nueva generación de periodistas y no periodistas también que están buscando convertirse en narradores. La presencia de la Fundación García Márquez, el nuevo periodismo, la última década con la publicación de algunos autores claves contribuyeron a todo eso” reflexionó el propio Alarcón charlando con Pausa. Además agregó que más allá de la crónica, también los cortometrajes y documentales, son casos testigo de la necesidad de esa convivencia casi amorosa y erotizante de disciplinas que antes nunca se habían encontrado. Ese testimonio de alguien desobligado de esas fronteras es algo atrayente y que vivificante que enriquece los debates sobre literatura.