Después de vivir durante años en una casa clavada en el corazón de la manzana, pasé a tener una pieza con ventana a la calle. Fue un aprendizaje. Al principio, cuando estaba a punto de dormirme me parecía que un colectivo rompía la pared, se metía adentro y la gente se quedaba mirando mis cosas desde sus asientos. Pero lo más molesto no eran los ruidos –motores, alarmas, ladridos de perritos que odio sin conocer– sino, como siempre, mis queridos prójimos, los humanos: a la gente le gustar hablar fuerte en todos lados, y las veredas no son una excepción.
En un cuaderno tengo anotados algunos fragmentos de conversaciones o monólogos que entraron por mi ventana, pedazos de frases que escuché mientras hacía otra cosas. Algunos son una copia textual pero parecen inventados, porque como ya sabemos la realidad es inverosímil. De todos modos, los transcribo.
“Ella dice que tiene 26 años, pero no le creas nada, es una mentirosa”. O esta mujer que, creo, venía del hospital: “está muy boleado él, mira para cualquier lado y si le hablás no te entiende nada”. O una más violenta: “la negra de mierda esa… ya va a caer, dejala, esas caen solitas…”.
Una noche, los árboles se sacudían anunciando una tormenta, los autos se apuraban para encontrar sus cocheras, y la voz de una adolescente soltó esta frase completa: “Este año tengo que tomar una de las decisiones más importantes de mi vida”. Yo también, pensé, y abrí la ventana para verle la cara pero lo único que vi fue una chica yéndose de espaldas, con su pelo largo, pegada a un celular.
El peor momento es el domingo a la mañana: el sol enchufa todas las cosas y los viejos arrancan temprano porque quieren disfrutar de la luz o porque la inercia los empuja a la calle. Entonces llega el momento en que se cruzan con otros. Las señoras no sólo se saludan de vereda a vereda sino que también charlan: primero sobre el día, después sobre conocidos en común, sobre las vidas de sus hijos y nietos, o sobre la realidad.
Como las señoras 1 y 2, que me despertaron el domingo pasado. Señora 1: “La chocó una moto cuando salía del auto. A mi marido ya le arrancaron dos veces el espejo…”. Señora 2: “Pobrecita”. Señora 1: “Pero no sé más”. Señora 2: “Háblele cualquier cosita. Yo para no gastar me manejo con Whatsapp”. Señora 1: “Yo no tengo Whatsapp, no sé manejar eso de tocar y tocar…” Y la conversación siguió hasta que me tuve que levantar de la cama y odiarlas por obligarme a encarar el día que para ellas ya había empezado hace rato.