El jueves que pasó, como todos los jueves, fui a la Terminal de Ómnibus a tomar el micro que me lleva a Concepción del Uruguay. Allí doy clases una vez por semana. Antes de subir algo me hizo imaginar que todo iba camino a convertirse en lo que en mi círculo íntimo llamamos #JuevesDeMierda. Ya se enterarán en breve.
El colectivo sale de Santa Fe y logro dormirme rápidamente. Primera parada, me despierto e intuyo que estamos en la Terminal de Paraná. El coche, me doy cuenta, está parado más tiempo del habitual y no sube nadie. En eso, ese “algo” del párrafo anterior se empezó a hacer escuchar. Sí, el mismo gordo roncador compulsivo de todas las semanas que no para hasta llegar a Concepción, estaba sentado en mi misma hilera de asientos. Me lo vengo fumando desde el año pasado. Ya ha sido tema de debate entre los pasajeros. Esta vez me levanté, lo desperté y le pedí que “Hermano, recién estamos en Paraná y ya arrancaste. Todas las semanas lo mismo. Por favor, hoy no duermas.” Ajá, le exigí que se mantuviera despierto. Era eso o empezar a viajar con un plumero y cada vez que ronque, meterle una pluma en la boca y si se ahoga, yo no vi nada, y todos sabemos que el resto del colectivo me va a aplaudir de pie. A todo esto, estuvimos una hora arriba del micro en un galpón de Flecha Bus y recién ahí nos dijeron que íbamos a cambiar de coche porque no pudieron arreglar no sé qué cosa. Apenas eran las 10:30 de la mañana. Por mucho menos a Damián Szifrón lo nominaron al Oscar.
Con el retraso de más de una hora iba a llegar sin tiempo a Concepción y siquiera podría comer un sánguche desabrido sin mayonesa (y de casualidad con pan) antes de entrar a clases. Recién salgo a las 23.00 de trabajar y apenas eran las cuatro de la tarde. El trajín, el hambre y la ansiedad del viaje me hicieron doler la cabeza. Por eso pregunté a mis alumnos si alguno tenía un ibuprofeno. Me dieron uno y arranqué la clase. A los 15 minutos noto que el dolor se me había ido y entonces comenté que la pastilla había hecho un efecto inmediato y que qué buen remedio, bla, bla, bla. La clase continuó por más de una hora y al sentarme en un momento en el escritorio veo que entre las tizas había un ibuprofeno como el que la estudiante me había dado. No sabía si decirlo en voz alta, comentárselo a mi auxiliar o quedarme con la duda. ¿Qué duda? Si en vez del ibu no me había tomado una tiza. Hice lo que no debía, por supuesto: les pregunté a los alumnos si no me habían visto tomando la pastilla. La clase se tornó imposible. Con suerte, de acá a un tiempo volverán a tenerme un poco de respeto.
Durante el resto de la tarde no sucedieron hechos relevantes para mi gracia… o desgracia. Solo la ocurrencia de un alumno que, antes que sus compañeros entraran al recuperatorio, me pidió “piedad” y “compasión”. Le contesté que la única piedad que conozco está en la Basílica de San Pedro, en el Vaticano, y que la compasión es una virtud cristiana, y que yo soy profesor, no sacerdote. Para esta altura, aunque no parezca, yo estaba de buen humor.
Fin de la jornada laboral. Me voy al restaurante al que habitualmente voy. Ese día jugaba EE.UU. versus Ecuador, por la Copa América; y era el sexto partido de las Finales de la NBA. Bueno, en la tele del comedor estaban pasando Tinelli. Y para peor, estaba bailando el Colorado Liberman. Afortunadamente, en Santa Fe tenía mi propio “Sportcenter al instante”, en comunicación directa vía Facebook.
https://www.youtube.com/watch?v=0bg9VWDBX2I
Por lo general, cuando voy a cenar ahí pido lo mismo: ravioles de verdura con salsa mixta. Son muy buenos, abundantes y no tengo porqué andar dando explicaciones de lo que como, carajo. La cosa es que una de las mozas se me acerca y me dice que había visto unas fotos mías en la plaza hablando en público. Yo le respondo que sí, que había sido una clase pública. Y cuando creí que iba a tener una charla amena, la escucho decir, por encima de lo que yo decía: “Y yo me pregunté qué estará haciendo ahí el chico raviol”. Sí, exacto. Soy el chico raviol. Pasé de sentirme Sócrates en el ágora a ser el chico raviol. Cuando la muchacha vio mi cara de resignación (que es otra virtud cristiana, así que imagínense mi ánimo) se intentó excusar diciendo que a veces como canelones. Yo solo quería que dejara de hablar. Encima, se lo conté a una amiga, que me dijo que le escribiera mi nombre en una servilleta y le pusiera “soy el chico raviol”. La única experiencia de nombres en servilletas que conozco es la de Corach. Así que le dije que no, no sea cosa que terminara en Devoto por narco.
Pasó EE.UU. a semifinales. Hubo séptimo juego en las Finales de la NBA. Y por suerte los ravioles estaban buenísimos, como siempre. El jueves que viene repito el menú.
https://www.youtube.com/watch?v=3hp7NfhmGfA