Desde el Dios padre para acá, hay muchos padres en la literatura que, en un ejercicio libre y azaroso, recuerdo aquí para este escrito. Sobre el arriba aludido, es Saramago quien nos presenta el estupor del Hijo, hacia el final de El evangelio según Jesucristo, cuando su Padre le aclara que él pretende la religión más grande de todos los tiempos. En una enumeración que no ahorra ningún martirio, Jesús le pregunta si realmente vale la pena tanto sufrimiento por un fin tan banal.
Sin ir tan lejos, el padre de Oscar Masotta alcanzó grande fama. Al presentar su libro sobre Roberto Arlt, narra la visión de su padre muerto de este modo: “No puedo olvidar la impresión que me causó su rostro: por detrás de la insobornable certeza de que yo amaba esa cara, una mezcla de indignación y repulsión... Ahora ya está, me decía, este hombre ha terminado y se ha llevado con él y de una buena vez al empleado bancario, sus ‘miedos de fin de mes’ (como decía Arlt), los rasgos pusilánimes de su carácter, su ignorancia, su mala fe ideológica, su ceguera y su cobardía, su antisemitismo”. A raíz de esta muerte, Masotta cae enfermo, aparentemente intenta suicidarse y comienza un tratamiento que lo devolverá a la vida y la producción.
Del padre de Roberto Arlt, se conoce la abominable anécdota que narra los castigos a que era sometido Arlt: su padre le avisaba que subiría a pegarle, por algún motivo, más tarde. Y el niño quedaba envuelto en la prisión del terror hasta que la advertencia se cumplía.
Más cercano a la horrible insignificancia del padre de Masotta, hace poco contaba en un artículo en Pausa mi lectura de un ensayo de Auster en cuyo título ya sintetiza sus sentimientos hacia su padre, quien había muerto pocas semanas antes de su escritura: “Retrato de un hombre invisible”, primero de sus Ensayos completos. Yo decía en ese artículo: “Está escrito en primera persona, con muchas referencias que te ofrecen la idea de que alude a su propio padre. De inmediato salta la evocación de la Carta al padre, de Kafka, con la que vas estableciendo relaciones y diferencias: hay en ambos una acerva crítica al sujeto concernido, no hay vínculos emocionales, no han cumplido sus expectativas, los progenitores no son personas adorables. En los dos el hijo es ‘mejor’: ser un escritor lo sustrae del destino anodino, casi intolerable de su antecesor; ninguno de los mencionados habrá de leer el texto. En el caso de Auster, porque ha muerto hace pocas semanas”.
En Auster, la invisibilidad anunciada en el título le otorga al hombre una casi inexistencia; es más cruel que Kafka, cuyo padre manifiesta todo su autoritarismo y su crueldad sin atenuantes.
Antes de continuar, deberé aclarar que todo padre al cual un escritor o un personaje alude, es un padre narrado, en ningún caso un padre real, dado que, como ya sabemos, la Carta al padre de K. es, también, literatura.
En todo caso, no hay padre sin hijo. Esto es bien sabido por Hamlet, a quien la confesión del espectro de su padre, arroja a un vacío y a una impotencia que devendrá en una masacre sin par.
Lo que estos hijos deben hacer es muy claro en Sófocles: deberás esperarlo en una encrucijada cercana a Tebas, y descargar sobre la cabeza de tu padre todo tu odio y tu impotencia y tu desvalimiento, para que dar muerte vaya más allá de ese temblor inconcebible que te reduce a la imposibilidad y la angustia interminables.
Frente a estos padres feroces, banales, insignificantes, autoritarios, que te vienen con mandatos horribles, la Ilustración nos presenta al padre más jovial y entretenido de todos: Walter Shandy. Así como mi propio padre soñaba con algún hijo que colgara una chapa de médico o abogado en la puerta de casa, Walter Shandy quiere un hijo importante, similar, en su sabiduría, a Hermes Trismegisto, con lo que decide llamar con ese nombre al niño. De este modo le explica a su hermano que Trismegisto “fue, Toby, el más grande de todos los seres terrenales:—fue el rey más grande, —el legislador más grande,—el filósofo más grande—y el sacerdote más grande.—Y el ingeniero más grande, supongo, —dijo mi tío Toby”.
Por qué este hijo se llamará, finalmente, Tristram, el peor de los nombres posibles para don Walter, es asunto que el destino fijará en la ignorancia de Susannah, la doncella, que sube apurada las escaleras y, en ese camino, transforma el nombre para la desgracia eterna.
Entre las pretensiones del padre y la realidad del hijo se trama toda una aventura que permite al hijo, finalmente, reírse, una vez que las escaleras permiten la burla del destino. Que es una manera quizá graciosa de asestar un golpe duro a la cabeza de Layo.