Siento el frío y la dureza del caño en la nuca. Parece que voy a morir ahora, maldita sea. Dice que se banca mejor toda la vida en la cárcel antes de cualquier otra cosa. Cualquier otra cosa, dice, ¿qué cree que está diciendo? Con todas las cosas que tuvo en su vida conmigo, ¿decir semejante locura? Más vale que no miles de diamantes ni pieles, pero, carajo, todo lo que podía y que no era poco: un collar de perlas auténticas, ¿quién puede decir que tiene un collar de perlas de verdad? Esa campera de cuero que se ponía hasta en verano y que se había antojado de verla en una modelo en la televisión. “Es que no tiene un cuello enorme, decía, tiene un cuello levantadito, no es como las otras” y ahí iba yo como buen boludo y se la compré, se la compré, mirá lo que te traje, hasta el papel del envoltorio era de lujo. Y el galaxy. Y nada de poder razonar que cualquiera sirve para mandar un maldito wa, en el fondo son todos iguales. Pero no, galaxy quería, galaxy era. Y los pibes tenían todo. Que la mejor comida, que la ropa, que los útiles de la escuela, nada les faltaba. ¿Qué diría mi viejo? Qué disparate, el viejo se chupaba todo, todo y volvía todas las toditas noches con un pedo bárbaro y mi vieja se aguantaba la violencia del vino y nosotros escondidos abajo de la cama y después a dormir mañana es otro día, acá no ha pasado nada hasta la noche siguiente. Se quejaba mi vieja, cómo no. Puteadas de ella de día, puteadas de él a la noche, ninguno se ahorraba ninguna bronca, pero, ¿no están para eso las parejas? ¿No se casa uno por las buenas y por las malas? Y, finalmente, todos hicimos el primario y el secundario, con lo poco que ganaba arriba del camión, cargando y descargando como un burro, en el fondo se amaban. Y ésta, que no, que ella quería vivir otra vida. ¿Qué cree que se merece? ¿Se cree que es Pampita? Tiene lo suyo, vamos, pero no es que ah qué minón. Y yo voy, me aguanto a ese hijo de puta de Giménez, ese colorado de mierda, calladito, calladito, y ¿cómo un hombre no se va a poner en pedo de vez en cuando? ¿Qué hombre no tiene otra mina para sentirse hombre? Y no le alcanza el escándalo, quiere guerra, le doy guerra. Hay un placer, lógico, razonable, ponete de rodillas, bajá la cabeza, bajala más, y aplicarle la mano sobre la espalda y luego el pie sobre la cabeza quédate ahí, y callate, quédate ahí y callate bien calladita que si no, me pongo loco. Ahí sí que me voy del control, el placer se encuentra con el asco, forma un mazacote atroz que me excita y no es para pedir permiso, es para cogerla ahí mismo por verla entregada, dulce, maleable como si recién hubiera llegado al mundo toda para mí. ¿Y eso no pasa en todos lados? ¿No pasa en todas las parejas?
Me debe haber seguido, maldita sea. Debe haber estado escondida en el alero de la casa de al lado del bar del Turco. Sosteniéndose de la 22, procurando que la oscuridad la cubra, andá a saber cómo hizo para encontrarla, y cuánto estuvo ahí. Y yo salí, confiado como siempre, porque una estúpida borrachera no me hace perder el equilibrio, y cruzo la placita, me caigo por primera vez en mi puta vida, me caigo por la mala suerte de tropezar con un ladrillo salido del infierno, y ahí siento, primero, la frialdad y la dureza del acero, y después, su voz temblorosa quédate quieto porque te voy a matar ahora mismo. Me desbarata por un segundo y enseguida trato de hacerla razonar, qué vas a hacer, yegua hija de puta, qué te creés que estás haciendo, desgraciada de mierda, pero no me muevo porque no quiero ponerla nerviosa, me quedo en el suelo. Si amagó con irse miles de veces, y miles de veces volvió con la frente marchita, qué mierda va a hacer sin mí, si con su laburo no gana ni para bancarse a ella sola.
Y va y dice que prefiere ir en cana toda su vida antes de vivir un segundo más en el mismo mundo que yo.