Peluqueros

Hay pocas cosas que nos hagan creer que resucitamos, que todo empieza de nuevo, como los cortes de pelo. En el espejo del baño, después de haber venido por la calle con vergüenza, el flequillo corto o la nuca prolija son una promesa del futuro.

Cuando era chico, mi papá nunca me llevó a la peluquería. Durante años ni la pisé, porque era mi mamá la que nos cortaba el pelo en el comedor, con una toalla vieja sobre los hombros. Cortes básicos, sin ninguna sofisticación. Hoy me da ternura ver a los chicos en las peluquerías, acompañados por sus padres. El año pasado escuché a uno llorar a los gritos porque tenía miedo de que le doliera el pelo cuando ese señor se lo cortara.

Pasé por muchos peluqueros. Hace no tanto, uno me cortó en diez minutos usando sus navajas como el joven manos de tijera, y cuando llegué a mi casa tenía una línea de sangre que nacía de cada oreja y llegaba hasta el cuello. Había caminado cuatro cuadras como Cristo, pero sin corona de espinas, con ropa del siglo XXI y un poco menos mártir. Mi último peluquero es raro. Tiene varios diplomas de Reiki, es una especie de maestro. La peluquería está en la parte delantera de su casa. Por una puerta se ve su living y a veces llega el olor de la comida que prepara su mujer. Yo no hablo demasiado, pero él sí, por eso sé que le cae bien Obama, que le encantan los programas de cocina y que para él la juventud está perdida.

Leí varias veces un cuento de Katherine Mansfield en el que aparece un peluquero. Tendré que masacrarlo con este resumen. Una mujer burguesa, MonicaTyrell, se levanta de malhumor un día de mucho viento. Está histérica, caprichosa y necesita salir de su casa. Le pide a su chofer que la lleve a la peluquería. Cuando entra al local nota algo raro. Todo está demasiado silencioso, solo se escucha el viento. Su peluquero tarda, no viene a sacarle gentilmente el saco, y cuando aparece es como “un hombre de madera”. Le suelta el pelo, la peina sin ganas, no le elogia la cabellera como siempre. La mujer no lo soporta y se levanta de golpe. Cuando está por salir, el hombre le dice que tiene una mancha de polvo en el saco. Elige un cepillo y antes de limpiar esa mancha la mira: “le diré la verdad, madame, ya que es usted una antigua clienta: mi niña ha muerto esta mañana. ¡Mi primera hija!”.

En ese momento la mujer comprende que es alguien banal. Se sube a su auto con chofer, llora por esa nena y por ella misma, pero un rato más tarde almuerza en un hotel y se olvida.

 

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