Desde la artesanía hasta el vintage usado, las ferias abundan en la ciudad.
Desde una perspectiva de la utilidad, el dónde vayamos a comprar depende de dos cuestiones: qué tan específico es lo que necesitamos y cuánto tenemos para gastar. Esas dos variables constituyen un desafío relativamente sencillo de satisfacer en lo que respecta al desarrollo de los mercados. Hay otros sectores que no tienen la posibilidad de sacarle provecho a esas opciones: los productores independientes, a corta escala, artesanos, tatuadores, peluqueros, ilustradores, fotógrafos, por enumerar algunas de las ofertas que se pueden encontrar en las ferias (llámense americanas, de diseño, de artesanos o con motivos ad hoc), acaso la única posibilidad de esta franja de trabajadores de vender lo suyo en un circuito que rompa con los mercados formales, que son poco parecidos a lo que muchos pretenden experimentar cuando intercambian.
La práctica de feriar es la forma más antigua de comerciar: desde hace más de quince siglos que se tiene registro certero de su aparición y crecimiento en Europa Occidental, a la par de la consolidación del sistema de producción feudal, así como de la instauración de elementos que más tarde fortalecieron al capitalismo como el establecimiento de precios, los distintos tipos de crédito e incluso algo tan medular para lo que vendría como lo es la fijación de un valor de cambio universal, algo que no se pudre ni se deteriora, ergo, que se puede acumular: el dinero. Salteando la historia hasta las décadas recientes, las ferias perdieron ya muchísimo terreno en lo que respecta a su formalización, aunque esta cuestión se revierte en lo que respecta a la decisión de los clientes cuando tienen que hacer rendir mejor el sueldo.
Gustito a sal
Hace 25 años, un grupo de mercaderes bolivianos montó en Lomas de Zamora una feria en un galpón abandonado trayendo ropa desde el norte y desde Paraguay. Las cuentas dan y también dos galpones lindantes se parcelan en miles de puestos. Con un crecimiento lento pero constante, La Salada se volvió el polo textil más grande del continente. La falta de formalidad de la figura del mercader de feria se contradice con su legitimidad, porque ese mote de gigante se debe obviamente a que aquellas dos variables indispensables para todo cliente se cruzan en esta feria: se encuentra lo que se busca y a precio mucho más barato, libre de impuestos e intermediarios (se calcula que el costo de producir una prenda representa el 15% de su precio final).
Dicen que el nombre viene a cuento de ir “contra los precios salados”; el espíritu mismo de esta feria se apoya en dar una respuesta a los compradores de clases menos pudientes. Hoy, además de los cientos de micros que llegan de todos lados a comprar en la feria y de los talleres (no pocos con manos esclavas) que fabrican para vender directamente ahí, hay todo un desarrollo online que incluye movimientos financieros, publicación de catálogos, modos de envío y demás. Dice Sebastián Hacher (autor del libro Sangre Salada): “las vidrieras de la patria están repletas de La Salada”.
Un puesto en el cielo
La Pueyrredón ya era una plaza obligada en los 60. Entrando a los 80, un intendente (Roberto Casís) le concedió la institucionalización a la Feria del Sol y la Luna, sobre la vereda que da al Bulevar. Mermó un poco durante la década de Menem y, saliendo de De La Rúa, sirvió como un buen apoyo de feriantes que, como consecuencia de la visibilidad ahí construida, aumentaban las posibilidades de concurrencia para hacer algo itinerante durante la semana. Hoy es sede de una feria nacional anual y también un escenario importante para artistas callejeros. Sea animación, música o números de pintura en vivo, el acento está puesto en el encuentro y la artesanía.
“Los clientes pueden ver cara a cara a quien produce lo que van a comer y lo que se van a poner, lo que se van a poner”, comentan desde la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), que están promoviendo tanto las ferias en La Casona de La Dignidad y la Feria Del Bolsillo en Barranquitas, como cooperativas de consumo que apuestan también por los productores independientes que proveen carne, verdura y ropa, entre lo más popular.
Indiscretos
”Nosotros acá tenemos una casa con muchos espacios para aprovechar y bueno, convocamos a los que tuvieran algo que ofrecer, no sólo como venta sino como experiencia o como exhibición de su laburo”, cuenta Cheril en una feria que, a modo de tertulia, juntó a jóvenes frecuentes de eventos literarios, de noches en centros culturales y desprejuiciados de transformar sus cuerpos y el espacio en acciones más ligadas con la intimidad: tatuajes, cortes de pelo, pintura, libros y revistas a la venta. Las paredes del patio son ahora lienzo para un par de pibes de no más de 18 o 19 años, hay un galpón intervenido, con muñecas colgando, salpicaduras de cal en la pared sobre la que está apoyado un grupo de chicas tomando cerveza.
También las ferias americanas son ámbitos que exigen un poco más de arrojo que los lugares en los que se venden cosas de catálogo: la feria Amapola “recién” va por su séptima vez, como cuenta Maxi acomodado en el mostrador, con la vista toda para su nena de meses que está entredormida y le entra en un brazo. Que haber organizado siete veces la feria le parezca poco habla de que la persistencia que hace falta para aprovechar esta forma de, más que vender ropa, aportar a la construcción del estilo de quienes van. En pocos otros lugares va a encontrar la especificidad con la que se trabaja: “nosotros traemos cosas vintage, igual que los chicos de la Flúor, otra feria- que ya viene hace varios años. Yo mismo voy y compro cosas para mí, después los chicos también vienen para acá, y así”, agrega Maxi con un dejo de confianza en que no están regalados.