La tarde era serena serena. El cielo no sufría ninguna perturbación: un celeste, rosáceo en los bordes, transcurría con tranquilidad, con un sol brillante que iba declinando al oeste sin muchas ganas. Las sierras, remotas, parecían pintadas.
El Pedro buscó una piedra donde acomodar su cuerpo cansado, se reclinó con la mirada fija en las ovejas, y prendió un cigarrillo. El fiel ovejero se sentó a su lado, y ambos contemplaron el discurrir distraído de los animales que mordisqueaban yuyitos como por hábito. El perro permanecía con las orejas erguidas, atento a cualquier necesidad de participación. Se quedarían allí unos minutos, pensó Pedro, y después emprenderían el regreso.
Un farfullar de hojas que trajo a sus narices un vago olor a cedrón y salvia que se esfumó enseguida, desde la izquierda, hizo que ambos giraran la cabeza. Vieron salir, desde detrás de un par de arbustos espinosos, a una niña de no más de catorce años, con aire confuso y sorprendido. Las ovejas no se inmutaron, indiferentes a todo lo que no sea ellas mismas, pero el perro, alerta, se levantó, hizo un gruñido como amable, como un saludo.
De inmediato la atención de Pedro se dividió: como de la nada, nubarrones iban arrastrándose por el cielo y un amague de lluvia en forma de gotas aisladas, cayó sobre su frente. Por otro lado, la niña, con un vestido tan liviano que parecía hecho de aire fresco, se acercaba a él. Traía en las manos una especie de canasta con algo tapado con una servilleta a cuadros. Cuando estuvo a su lado, Pedro se paró, inclinándose levemente hacia ella, que dijo una frase en un idioma desconocido, pero con una entonación que sugería pregunta. Pedro se sonrió, tiró el cigarrillo y dijo: “No te entiendo, yo hablo español”.
Fue la señal que esperaba la lluvia; entró a caer con más fuerza, mientras un viento frío venía, remolón, del este. De nuevo se dividió la atención de Pedro: qué hacer, llevar de vuelta el rebaño, o cobijarse con la joven y el perro. Ése fue su dilema, que la lluvia acuciante resolvió para él. La tomó de la mano, silbó al perro y echó a correr, todo de una vez. Él sabía que cerca del arroyo había una casa abandonada, donde podrían refugiarse. Allí fueron.
Ya bajo techo, los dos humanos se sacudieron para sacarse algunas gotas de encima, y el animal también, pero con más energía.
Ella volvió a hablar con una voz suave y un poco ronca, moviendo la mano derecha como para aclarar algo. Él miró sus ojos, su boca, su cuello, su pelo suelto. Algo tibio emanaba de su cuerpo y lo envolvía. Entonces decidió: Me voy a casar con ella.
Paró la lluvia. Ella aprendió castellano, él no aprendió polaco. Se casaron, tuvieron tres hijos. A los dos años se separaron porque se estaban odiando. Ella quiso irse a Varsovia con los hijos. Él no quiso. Las cosas se complicaron mucho. Cuando tenés plata, el odio se distribuye por los laterales: abogados, viajes, parientes que no te quieren pero te adulan. No era éste el caso. Claro, Ud. siempre puede obviar este último párrafo y quedarse con el amor. Buenos días.