Odio la ropa arrugada. Una vez, tratando de explicarme este rechazo, volví a una imagen: mujeres en la punta de la mesa –no todas tenían su tabla– pasando la plancha sobre la ropa de sus hijos y sus maridos. Las veo, primero, con esas planchas livianas que exigían más presión de la mano, y años después sus caras se tapan con el vapor que tiran las planchas del futuro. Era el rito de los domingos: el mundo está en pausa, los padres lavan los autos en la calle escuchando partidos de fútbol, y las madres estiran los brazos en el ejercicio doméstico por excelencia. Mirándolos a ellos tuve que elegir un camino, por eso me volví un planchador casi profesional.
Mi mamá, mi abuela y las mujeres del barrio eran planchadoras reales. No como la planchadora de ese cuadro de Degas, con su cara artística sobre un escote, entre la blancura de unas telas teatrales; ni como la planchadora de Spilimbergo, posando con esos ojos hermosos, su peinado y su vestido azul, al lado de una plancha que sabemos que nunca agarró.
Una planchadora famosa es la protagonista de La taberna de Zola, Gervasia, tan sacrificada que “tres días después del parto, estaba planchando enaguas en casa de la señora de Fauconnier, sudando por el gran calor del hornillo”. A pesar de todas las adversidades, Gervasia consigue poner su propia tienda de planchado. Es su mayor logro: “Le gustaba salir allí un momento entre dos planchadas, para sonreír a la calle con el orgullo del comerciante a quien pertenece un pedazo de la vereda”. Como a todos los personajes de Zola, las circunstancias la aplastan como una compactadora. Ella se viene abajo y su tienda también, “no de golpe sino un poco cada día. Una a una las clientas enojadas llevaban la ropa a otra parte (…) terminaron por cansarse de reclamar un par de medias durante tres semanas y de ponerse camisas con manchas de grasa del domingo anterior”. Gervasia se vuelve un parásito y Zola la resume así: “charlaba días enteros, se volvía blanda como un trapo de piso. Cuando algo se le caía de las manos podía quedar días en el suelo porque ella no lo iba a juntar”.
Las planchas no tiene nada que ver con la decadencia de Gervasia, pero sí pueden ser peligrosas. En España todavía respira el “descuartizador de Ponteareas”, que mató a un hombre usando una plancha, y en Misiones María Leguizamón se quedó hace unos años sin casa, porque “dejó la plancha enchufada mientras llevaba a su hijo a la escuela y cuando regresó halló el inmueble consumido totalmente por las llamas”.