Pasé mi primera semana de facultad en un cursillo de ingreso, sentado en las mismas aulas donde hoy doy clases. Era como si estuviera en el lugar equivocado (todavía hoy, a veces, tengo la misma impresión). Una de las profesoras se llamaba A. Nuestra edad, nuestra falta de experiencia y algo tan sencillo como su ubicación espacial dentro de ese cuadrado de cemento que es un aula, hacían que A. fuera para nosotros casi un sabio. En una de sus clases nos leyó poemas y pasajes de textos. No me acuerdo qué, pero sí quedó grabada en mi memoria una recomendación totalmente insignificante: “cuando hagan cuadros sinópticos para estudiar, nunca saquen flechas hacia la izquierda, no ayuda a memorizar los contenidos”. La cabeza es un basurero de frases como esas.
Esta es una ciudad chica. A veces, cuando voy avanzando por una vereda siento que camino por una escenografía y que la fachada de alguna casa se va a venir abajo en el estudio donde todos estamos actuando nuestras vidas llenas de cosas. Esta es una ciudad de utilería pero con una tasa más que alta de homicidios.
Es muy común, entonces, que nos crucemos siempre con las mismas personas. Por eso durante años me crucé con A., mi profesora. Una vez, hace no mucho, la vi en una tienda, extendiendo una prenda con los dos brazos. Ella no se acuerda de mí, por supuesto. En el volumen de ganado que tuvo que arrear en su vida profesional soy una cabeza anónima más.
En todo este tiempo vi cómo A. se transformaba, vi cambiar su cara, su cuerpo y sus cortes de pelo. La vi envejecer. Claro que yo también envejecí, y seguramente alguno de mis alumnos estará viendo mi transformación a la distancia.
A. parece haber perdido su entusiasmo. Dejó de teñirse el pelo de rojo y ahora camina cansada, siempre con bolsas de cosas que compra antes de meterse en su casa.
Hace un par de meses la vi en un shopping. Estaba bien, asistida por una señora. Según comprendí en dos segundos, un auto la había rozado cuando cruzaba la calle. Lo único que le escuché decir, cuando pasé por delante, fue algo como “no tengo ganas de perder tiempo, pero tendría que denunciarlo”, mientras se inspeccionaba la pierna.
Hace menos de una semana salí un domingo al mediodía. Ese día a esa hora esta ciudad es como un salón de fiestas vacío. Fui hasta la esquina, la avenida estaba desierta. Me daban ganas de acostarme en el medio de calle y quedarme ahí un rato.
Pero ese domingo sí había alguien más: en la vereda de enfrente estaba A. Empecé a caminar detrás de ella, a unos cinco metros. Llevaba una bolsa de supermercado con rollos de papel higiénico y unos yogures. Éramos las dos únicas personas en la calle y por un segundo pensé que todo iba a ser como en ese cuento de Cortázar que leí cuando era estudiante, donde una mujer siente a otra a la distancia y cuando al final se encuentran en otro país y se tocan, intercambian sus cuerpos. Caminamos juntos un par de cuadras pero después A. dobló, yo seguí de largo, y así volvimos a ser los desconocidos de siempre.