Limpiar

“La ama de casa” es un poema de Fernanda Laguna que para mí se lleva un lugar en el podio de los mejores poemas del mundo. Lo ideal sería que lo leyeran, siempre me dan ganas de transcribirlo y postearlo, pero es muy largo.

 

Empezó a descubrir la ama/ que la casa era mala/ lavaba el piso/ y ella lo ensuciaba.

 

La ama de casa entonces echa a toda la familia, llena el changuito del súper de productos de limpieza, y por varios días, como posesa pero también extasiada, se dedica a frotar, frotar, frotar. A medida que limpia, descubre algo del orden del universo:

 

“… al tender la cama/vio los ojos de Dios/ que a través de la trama/ la miraban”

 

“El mundo es una casa/ de objetos rotos/ las cosas se caen/ las llaves se pierden/ las personas se mueren/ la comida se pudre”.

¡La vida implica tanto trabajo! Ordenar, acomodar, levantar lo que se cayó, arreglar lo que se rompe, sacar brillo, también tirar a la basura. Yo quisiera que todos los días fueran de placer absoluto, de puro disfrute. Pero eso no existe, en la vida de nadie.

Vivir cuesta más trabajo del que a veces parezco dispuesta a hacer, aunque siempre termino haciéndolo. Pero en el medio tengo días espantosos, en los que me quejo, me siento miserable, reniego de la ímproba tarea de limpiar y mantener a raya el quilombo de la vida, reniego del barro y el polvo que ensucia infinitamente los pisos, reniego de ser yo sola ¡pobrecita yo sola! para arremeter contra la desmesura del patio y de los objetos, máquinas e instalaciones que se vienen a menos. Días en que digo mi vida no es linda, mi casa es asquerosa, y cambiaría mi vida por cualquier otra, y desearía tener tantas vidas como las de las mil y una noches.

De todas formas, he aprendido. Hace tres años, en otro lado, escribía:

“Debe haber algo que no aprendí, un placer que no obtuve tempranamente de estas tareas sencillas, una idea errónea que alguien me hizo, o yo sola me hice, de que la vida son sólo las grandes y maravillosas cosas. Porque yo tiendo a dejar todo hasta el punto del colapso, hasta el punto de la mugre y la nariz arrugada y lo casi irreversible. Carezco de esa operatividad o ese ímpetu o ese no sé qué –esa humildad, supongo, esa discreta alegría– para agarrar el escurridor y el balde en cualquier buen día, y no en el día especial de hoy voy a limpiar, agarrar la palangana en medio de cualquier otra actividad, sin necesidad de tanto aspamento”.

No voy a decir que ahora me gusta limpiar, pero me he vuelto mucho más práctica y ordenada, mis amigos se asombran del cambio. Ahora ordeno y limpio casi de forma automática, lo hago sin darme cuenta, y cuando estoy malhumorada o siento que algo anda mal, limpiar me calma. Las superficies poco a poco se van despejando, las cosas se acomodan, los objetos parecen agradecer los gestos de cuidado, mi corazón se vuelve más humilde, y mis pretensiones más discretas.

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