Como todos los que son incapaces de racionalizar la música, sólo puedo escucharla de una manera egoísta y caprichosa. Como todos, también, soy un omnívoro musical: puedo pasar de Roxette a Wagner, sin escalas. Hace más de una década escuché por primera vez el Concierto Nº1 para piano de Brahms, que venía en el CD de una revista. Brahms lo compuso cuando era joven. Dicen que lo escribió mientras su adorado Robert Schumann se volvía loco y moría en un manicomio. Cuentan también que cuando lo estrenó en 1859 –tenía 25 años– a nadie le pareció gran cosa, y que la segunda vez el público lo abucheó (una garantía futura de calidad, como la historia del arte lo demostró tantas veces).
La pedantería de la música clásica repele a muchos. En Internet hay un foro de especialistas que discuten sobre la mejor versión de este concierto. Uno defiende la interpretación de X pianista porque la considera “llena de dramatismo, fuerza y concentración, pero también con el toque de lirismo y recogimiento que requiere el segundo movimiento”. Dan ganas de cerrarle la tapa del piano sobre los dedos, más de una vez.
Cuando lo escuché por primera vez yo era más joven y quería desesperadamente ser culto. La música no es nada más que una articulación compleja de sonidos, pero tiene el poder de marcar pedazos de vida para siempre. Para mí ese concierto es ese concierto, pero es también otra cosa: la pieza helada de una casa de estudiantes, mis amigos, el grabadorcito que mi hermana me había regalado en una navidad, la pared blanca del baño, el estampado de mis sábanas de esa época. Todo eso quedó encerrado ahí.
Esta semana volví a escucharlo y quedé pegado. Sobre todo en el primer movimiento. La entrada del piano después de la avalancha de la orquesta es una de las cosas más elegantes que conozco. Y los últimos tres o cuatro minutos. Hay un pasaje donde aparecen dos trompas que tiran al aire un llamado muy suave y nos dicen que estamos vivos –¿la música no dice siempre eso?–; el piano empieza a dar pasitos de caballo que pasea, se pone misterioso y se va apagando hasta que desaparece, pero un par de segundos después resucita y se arrebata, la orquesta reacciona y todo termina románticamente con una molotov de soberbia y maestría.
Hay un poema largo de Diane Wakoski, “Le agradezco a mi mamá por mis lecciones de piano”, que habla de la forma en que la música puede salvar una vida, pero habla también de esas otras cosas que están detrás de la música, son más poderosas y no tienen ningún sonido:
Quiero agradecerle a mamá
que trabajaba día tras día
en una oscura, apretada oficina
o en garajes y fábricas
y se tomaba un café sin crema a los 40
para adelgazar, mientras su pesado cuerpo
llevaba las cuentas a solas,
sin nadie que contemplara su rostro
su cuerpo, su canoso cabello
enamorado
Quiero agradecerle
porque trabajó sólo para pagarme
mis lecciones de piano
en vez de cancelar esa deuda con el Banco de América
o comprar más comida
o llevar nuestro viejo y ruidoso Ford al taller.