Alguna vez me gustaría hacer este experimento: tumbar a varias personas con algún somnífero potente, dejarlas dormir durante días y despertarlas algunas mañanas después. Estarían confundidas, y si les preguntara qué día es casi ninguna podría acertar. Pero si ese día fuera un domingo, y yo las llevara del brazo, aún mareadas, a la vereda, y las dejara paradas un minuto en el aire de la calle, todas, absolutamente todas, responderían correctamente a esa pregunta. Porque los domingos son únicos y, a diferencia de otros días, se perciben con los sentidos.
Lo domingos tienen algo de final, de apocalíptico, eso que Giannuzzi dice en el poema que escribió sobre ese día: “Detrás de las paredes la vida parece haber agotado su última oportunidad”. Nuestro Juan L. da otra definición del domingo, en un endecasílabo limpito: “El sol y el viento, solos, sobre el pueblo”. Es como si toda la semana hubiéramos vivido dentro de una máquina, escuchando el ruido continuo de un motor gigante que de repente un día desaparece y nos deja en el silencio absoluto. Esa suspensión debería traernos la calma, pero no.
En su Vida de Henry Brulard, el distinguido Stendhal escribe: “Aún hoy, a los cincuenta y dos años, me veo en la imposibilidad de explicarme la predisposición a la tristeza que me ocasionan los domingos. Y así ocurre, hasta el punto de que, estando a veces alegre y contento, al cabo de doscientos pasos en la calle, al advertir que las tiendas están cerradas, me digo: ‘Ah, es domingo!’ y de inmediato se esfuma toda propensión interior de felicidad. ¿Será envidia del aire de contento de los obreros o de los burgueses endomingados?”. No juzguemos a Stendhal, aunque sería lindo resucitarlo y ponerlo a trabajar todo un domingo en las cajas de un hipermercado, bajo las luces blancas y el ruido de las máquinas.
Si pienso en mi odio a los domingos debo volver, como todos y como siempre, al pasado. Ahí hay indicios de un rechazo: los programas de mi papá en la televisión, como Dinámica Rural, o los ruidos del TC 2000 llenando la casa, mezclados con el sol radiante y el olor a pollo o carne en la parrilla. Parece ideal, pero no lo era. Y más tarde: el agua de las mangueras que choca contra plantas o autos sucios, las máquinas de cortar césped, los partidos de fútbol en las voces insoportables de esos locutores de AM, veloces, atragantados, que contrastan con el peso muerto del ocio, eso que Roberto Arlt definió en una de sus aguafuertes como “el espectáculo de toda la fiaca colectiva”, que le impone al ciudadano el desafío de “pasar el domingo sin que se le descoyunten las mandíbulas de tanto bostezar”.
¿Cuál es el peor momento del domingo? La tardecita, clímax del apocalipsis semanal. Cuando ya es de noche, sabemos que pronto estaremos inconscientes. Nos acostamos en un mundo en suspenso, con la cabeza en el futuro del lunes, que, como escribió una vez Clarice Lispector, “es el día más difícil porque es siempre el intento de comenzar una vida nueva”.