“Hay que salvar el mundo, señores, la misión es clara”, gritaba el Tuca al medio del río, mientras tiraba el reel que se había robado. Ya había una boga en el balde y un par de amarillos brillantes, los ánimos habían mejorado sensiblemente. Como se dice, venían comiendo salteado como caballo de ajedrez.
El Flaco tenía puesta una gorra de los Bulls de la época de Scottie Pippen, comía mandarinas y se reía. En la radio relataban un partido de fútbol que ninguno escuchaba. El Chiqui tenía una línea en la mano y otra atada a una rama clavada en el barro. Acababa de contar la historia del corazón robado de Mamerto Esquiú y se quedó pensando en cómo un nombre se había transformado en un insulto, uno de sus preferidos, además (también le gustaba opa, corto y efectivo como rodillazo).
Mamerto, Mamerto, repetía, estirando la e. Y después cambió por Mirko, estirando la i y la r. Mirko era el nombre del Tuca, que no era muy partidario de las bromas, pero como estaba en un buen día le tiró con el tripero. Por suerte, el Chiqui no sabía que el primer nombre del Tuca era Ulises, sino lo hubiera hecho enojar posta. Apestaba tanto que se tuvo que tirar al agua y nadar, con un resultado moderado. Cuando se acostó al sol, el Flaco le pidió que ya que venían con corazones robados, se contara alguna de amor:
—Había un tipo que se llamaba Juan Carlos, daba física y su mujer lo dejó por otra mujer. Después estaba enamorado, enamorado como en las novelas de la tarde, de una preceptora (precectora, pronunciaba él), y una vez la siguió un par de cuadras, medio de lejos, hasta que la vio subirse al auto de su ex mujer que la esperaba a la vuelta de la escuela. Todas las tardes la esperaba ahí, frente al kiosquito. Me acuerdo que siguió caminando, cruzó y se vino. La cara le cambiaba de color como un semáforo, por momentos pálida después roja y otra vez pálida. Se sentó en la vereda contra la pared, alguien le pasó el porrón y lo mató de una, estaba por la mitad. Apoyó la cabeza contra la pared y no dijo nada, se le cayó el sistema. Compramos otro y enseguida como que nos olvidamos, parecía una planta, nos fuimos y el tipo seguía ahí. Al otro día, a las 7 de la mañana estaba en la escuela impecable y sonriente, como todos los días. Azucena se llamaba la preceptora.
—¿Estaba buena? –inquirió el Tuca.
—Si te daba una granada descorchada, se la agarrabas con las dos manos.