Te despertás a las 9 y mirás la aplicación en el celular donde un gran número celeste dice: 21. Y te vas vistiendo y vas pensando: ¿qué significa 21 grados? ¿Que al mediodía va a haber 23? Así que, ¿remera pesadita o pulóver fino? Sin la certeza implacable de enero, esta primavera juega con vos, se burla y se ríe. Se hace la loca aprovechando el despliegue de hojitas y flores que prodiga por doquier. Te saluda con 21 y cae la noche con 7. O al revés: te despertás con un frío de aquéllos y vas a la facultad con campera y bufanda y, al volver, no sabés qué sacarte para no asfixiarte.
¿Toda la gente es tan sensible al estado del tiempo como yo? Cuando era joven, adoraba los días nublados y detestaba el sol quemante. Y la lluvia, ah, ¡qué bueno verla por la ventana! (porque mojarse, no, paso, es otra historia). Ahora me gusta el buen tiempo, y sentir que el día está liviano como “si acabara de ser tallado en la cantera”.
En general, estoy atada a los vaivenes de las horas y de la temperatura de un modo diría inmoderado, e indiscernible para mi mente.
Por eso, al anochecer, cuando el día viene resbalando por la ladera como si fuera un atado de fibras y hojas secas de viento arrasando un pueblito del oeste norteamericano, salgo y siento que cierta exaltación me hace sonreír por nada, miro al cielo y segurísimo que tenemos luna llena. Como a las mareas, me levanta. No he comprobado que resulte lo similar cuando hace luna nueva, aunque me informo de que “cuando hay Luna nueva y llena, el Sol, la Luna y la Tierra se alinean y las mareas son mayores. Se llaman mareas vivas. Las mareas más intensas se producen en Luna nueva, ya que la gravedad de la Luna y del Sol tiran en la misma dirección y se suman”.
Mi interés por el estado del tiempo me lleva a situaciones a veces desesperadas. Recuerdo un enero muy caluroso cuando teníamos sólo un ventilador para compartir entre el dormitorio que teníamos mi hija y yo, y el de mis padres. Ninguno se refrescaba. Mi viejo y Laura dormían en almohadas mojadas, y yo y mi mamá nos desvelábamos. Yo salía a la puerta, y miraba hacia el sur, esperando algún viento fresco que me permitiría dormir de una vez por todas. Y no llegaba no llegaba.
Lo tengo casi constantemente bajo vigilancia. Un movimiento, una alteración ya me están trabajando el movimiento respectivo del alma, o del ánimo, para ser más suave. Pero por más observación que gaste, a veces me agarra con la guardia baja: salí una noche 11.30 de la escuela de teatro y llovía a cántaros. Lluvia por acá es sinónimo de se-va-a-inundar-todo-no sale un taxi ni por error. Dije, bueno, Mari, esta vez te vas a mojar. Y empecé a caminar, sin paraguas, sin botas de goma, sin celular ni nada. No recuerdo ningún otro evento de mi vida en el que hubiera sentido tanta pena por mí misma y por mi cartera de cuero. No podía pensar, ni elaborar ninguna estrategia de supervivencia, hasta que, a fuerza de sufrir, me acordé de que los colectivos sí circulan cuando llueve.
Por eso quizá la fascinación por el poema que acabo de citar, que dice, entre otras cosas:
“Es tiempo de que parta. Conozco un pino que se inclina sobre el mar. Al mediodía ofrece al cuerpo fatigado una sombra mesurada como nuestras vidas, y por la tarde, el viento entona a través de sus agujas, un canto extraño, como de almas que hubieran abolido la muerte en el instante de volverse piel y labios. Una vez pasé la noche debajo de este árbol. Al amanecer estaba nuevo, como si acabara de ser tallado en la cantera.
¡Si al menos uno pudiera vivir así! Mas no importa”.
(En este texto no voy a mencionar la palabra humedad ni aunque me quieran pagar por ello).