Ya en su Tratado de la vida elegante, de 1830, Balzac escribía: “el abandono de la toilette es un suicidio moral”, y más adelante: “la toilette no consiste tanto en el traje como en el modo de llevarlo”. Por eso las modistas nunca van a extinguirse, tienen una función primordial en nuestra cultura dandi: adaptar la moda a la singularidad de cada cuerpo, por comodidad o por mandato del estilo.
Conocí a varias modistas. Algunas más humildes y sin ambición, otras dueñas de verdaderas empresas caseras, con colas de clientas que llevaban su ropa, la ropa de sus hijos o los pantalones pinzados de sus maridos. Desde pequeños arreglos y ajustes hasta vestidos de quinceañeras (por suerte ya estoy lejos de esos especímenes, mezcla de hormonas y fantasía).
Una de mis modistas se llamaba Margarita. No sé si seguirá existiendo, me da miedo averiguarlo. Era una viejita que vivía sola en una casa arruinada. Cuando abría la puerta se veía su comedor vacío, ocupado por dos sillas y una máquina de coser. Todas las tardes sacaba una de esas sillas a la vereda y trabajaba levantando de vez en cuando la vista para ver pasar gente. Si uno tocaba el timbre cuando ya había oscurecido, sabía que tenía que esperar. En la negrura de esa casa abandonada se prendía después de unos minutos una luz. Margarita salía del bunker de su cocina, el único ambiente iluminado por su economía de jubilada, donde cosía la ropa ajena con el televisor de fondo.
Hay dos modistas cerca de mi casa. Una es estricta. Toma los pedidos y anota las fechas de entrega en un cuaderno espiralado, dividido en días. Hay que esperar bastante, pero el trabajo es perfecto. La otra tiene una ventana que da a la calle. La veo siempre, a diferentes horas, inclinada sobre su máquina que no se frena. Está en una pieza repleta de telas y tiene un gato. El gato mira hacia afuera pero ella no, salvo cuando las señoras ansiosas le golpean el vidrio para preguntarle si está listo lo que le dejaron.
En 1949, el escritor uruguayo Felisberto Hernández se casó con María Luisa de las Heras, una modista de alta costura española que había conocido en París. Una vez instalados en Montevideo, María Luisa mandó a acolchar las paredes y colocar burletes en las puertas del cuarto donde trabajaba con sus máquinas Singer, para no molestar a su marido. Una decisión muy extraña, como lo señala el biógrafo del escritor, ya que Felisberto Hernández “escribía con frecuencia en los ruidosos cafés montevideanos”. Es que María Luisa de las Heras era en realidad África María de las Heras, una espía del KGB ruso que se había casado con Hernández –un anticomunista declarado, la coartada perfecta– para entrar en Uruguay, una plataforma importante para la actividad de espionaje en Latinoamérica. Necesitaba estar aislada para poder hacer sus transmisiones de radio. El matrimonio duró poco y ella se esfumó. Hoy está enterrada en Rusia, bajo una placa en la que se lee la palabra “Patria”, el nombre secreto que usaba como espía.