Todos los veranos en lo de Flavia se daba lugar al ritual de armar y luego desarmar la estructura de caños y lona de la pelopincho donde los chicos aprendían a nadar. Para mí era fascinante, tenía algo de lo que se debe sentir al ver cómo se arma un circo; ese aire de preparativo, de inauguración que se aproxima, de que la gente ya va a ir llegando.
La gente empezaba a llegar un mes antes, a inscribirse. Williams anotaba los datos en una libreta como la que usaba para la cuenta del almacén.
El día de inicio de clases llegaban los nenitos asustados de la mano de sus mamás o papás, con sus mallitas y chancletas y el bolsito con la toalla. Daba pena verlos tan desvaliditos. Y Williams que era enorme, les debe haber dado un miedo tremendo.
La mayoría de las veces los nenes no querían meter la cabeza en el agua. Lloraban a moco tendido, la llamaban a la madre que no estaba. Williams no se andaba con muchos miramientos. Se tenían que meter al agua sí o sí, el método de la Academia Williams tenía algo de militar, en el trato y la eficacia. Él casi nunca se metía a la pileta con los chicos, dirigía desde afuera.
A veces los nenes se meaban en el agua. Williams se enteraba porque siempre alguno de los otros delataba al meón, quien era sacado a puro zamarreo de la pileta y luego suspendido por unas clases.
La pelopincho estaba en la parte del patio que era de losa; al costado había un rectángulo de tierra con algo de pasto, unos arbustos y un árbol de mamones. Más allá estaba el Reino Vedado Para Los Alumnos, al que sólo accedíamos Flavia, yo y nuestros hermanos. Para entrar había que empujar un portón altísimo de tejido metálico negro. En ese sector estaba el cuartito con los trofeos y jabalinas, el lavadero y cuarto de herramientas y, al fondo, el tapial que separaba la casa de Flavia de la mía.
Con Flavia nos cruzábamos de una casa a la otra por el tapial; era innecesario y estúpido dar toda la vuelta manzana para encontrarnos. En vano mi mamá todos esos años intentó que le creciera el jazmín del país en esa pared: día a día con Flavia se lo pisoteábamos.
La Academia Williams duró muchos años, casi tantos como nuestra infancia. Imposible recordar cuál fue el primer año que ya no hubo más Academia, ni cuál fue la razón. Probablemente durante el menemismo ya no estaba bien vista una escuela de natación en una pelopincho.
Williams siguió haciendo de las suyas. Y la pelopincho, de todos modos, se siguió armando, la usaba Flavia, su hermano y los primos. Nunca voy a olvidarme de esa pileta: armarla era desembalar el verano y todas sus cosas lindas. La playa, la laguna, las tardes eternas. Desarmarla en cambio no tenía ni pena ni gloria. Se lo hacía con el mismo aire apurado y de ocupación seria y mecánica que impregnaba todas las tareas en el mes del comienzo de las clases. Pero si pudiera ver ahora cómo desarmaban la pelopincho, me detendría a mirarlo minuciosamente. El deslizarse de los caños fuera de los compartimentos de la lona, el entrechocar de los metales, el apilarse de los esquineros, el frotar de la escoba sacando el moho, los arabescos de la lona plegándose cara adentro, yéndose a dormir con el verano.