La socióloga Virginia Trevignani investigó a los jóvenes de la UNL y vinculó el abandono y el ingreso tardío con transformaciones estructurales y la apertura de otros recorridos.
En diálogo con Pausa, la socióloga Virginia Trevigniani, una de las investigadoras que participó en el estudio sobre las características de las cohortes 2010 a 2014 de la UNL, reflexionó sobre las condiciones de ingreso y permanencia en la universidad y las características de los jóvenes en la actualidad.
—¿Por qué creció el promedio de edad de los ingresantes?
—Hace 50 años si un joven quería ser un profesional, tenía que terminar la escuela y comenzar una carrera universitaria. Este ingreso no se posponía por otro tipo de actividades o proyectos de vida. Los cursos de vida más lineales y estables en el tiempo no sólo se daban en las trayectorias educativas, sino también en las laborales y las familiares. En cambio, en sociedades contemporáneas las instituciones estructuran de un modo diferente la vida de las personas, produciendo una pluralización de trayectorias individuales. El proceso de individualización de las sociedades actuales se observa en los datos que muestran a las personas haciendo cosas muy diferentes y en edades muy diferentes también. No hay una única forma de construir una trayectoria educativa o laboral, hay muchas. Ya no hay un único modelo familiar, hay muchos. Ya no hay una única forma de construir una relación de pareja, hay muchas. No hay una única forma de construir una trayectoria laboral, hay muchas. Esa diversidad es lo que sociológicamente llamamos individualización. Que no tiene nada que ver con el individualismo o el egoísmo. Sino que es una tendencia a que las vidas individuales se diversifiquen.
—¿Esta diversificación afecta el ingreso y la permanencia en la universidad?
—Bueno, ya sabemos que ir a la universidad no es una opción para los sectores de menores recursos, por más que sea gratuito en Argentina. Hay muchas investigaciones que muestran que más allá de estas características, existen barreras invisibles que obstaculizan la construcción de expectativas de educación superior en los sectores más desaventajados; se trata de desigualdades persistentes y, por eso, difíciles de atenuar con políticas públicas que buscan la igualdad de oportunidades. Lo novedoso es que en la clase media-alta que sí accede a la universidad están experimentando un proceso de desestructuración. Es decir, la opción de hacer una carrera universitaria después de concluir la educación obligatoria hoy empieza a competir con otras actividades o proyectos de vida. Entonces hay jóvenes que se toman un tiempo intermedio para viajar, trabajar o realizar otras experiencias y luego comienzan la universidad. Aquellos jóvenes que tienen la disponibilidad económica y la edad normativa para ingresar a la universidad comienzan a interponerse otras opciones y otros tiempos a la hora de construir expectativas de vidas futuras. Eso no quiere decir que descarten el ingreso a la educación superior, sino que lo postergan. Así como se posterga la salida del hogar de origen también. Y estos fenómenos emergentes no son privativos del ámbito local ni nacional, tampoco de la UNL, están sucediendo en los sistemas educativos mundiales, en países con mayor bienestar.
—¿Eso significa que no puede explicarse la deserción a partir de una deficiencia educativa de los estudiantes?
—Si bien esa ha sido una variable explicativa recurrente en las investigaciones del campo de la sociología de la educación, en contextos actuales signados por la individualización y la incertidumbre con respecto al futuro, resulta cada vez más difícil sostener esa interpretación. Hoy los estudiantes no dejan la universidad por reprobar un examen. El desaliento temprano tiene que ver con otras dimensiones que van más allá de los aspectos académicos, y por eso se trata de un problema complejo que requiere interpretaciones igualmente complejas. Convertirse en un adulto, que es un aprendizaje social, ya no ocurre como hace 50 años. Hoy existen múltiples posibles trayectorias vitales. En las sociedades contemporáneas el futuro ya llegó, no tengo nada para esperar. Y la condición juvenil opera en ese contexto. Hoy los jóvenes viven el día porque el futuro, en cierta forma, quedó cancelado para él. Hasta las expectativas de la movilidad social tienden a desvanecerse. Entonces todo comienza a tornarse más efímero: el amor, el trabajo, la educación. Y los jóvenes a eso lo tienen muy claro. Pero todavía es un aprendizaje que las instituciones y los docentes tienen que hacer: saber que compiten con cosas que aparentemente tienen menos valor. Seguir pensando que la universidad es un lugar con mayor prestigio, con mayor valor que otros es un error. Hasta la idea de carrera universitaria quedó antigua. Porque acá no hay ninguna carrera por hacer, porque no hay adonde llegar.
—¿Los jóvenes ya no valoran la educación universitaria?
—No es que los jóvenes de los sectores medios ni sus familias no creen en la universidad. Pero invierten esfuerzos similares en otras actividades, como armar un grupo de rock, practicar deportes, estar con sus amigos, participar en una ONG. Cuando uno ve la distribución de horas que destinan a la universidad y a otras actividades se da cuenta de la importancia que le otorgan a cada una. Si te alejas de una mirada conservadora, vas a ver personas que se comprometen con múltiples actividades y la universidad va quedando rezagada.
—¿Qué tendría que hacer la universidad en este contexto?
—Hay cada vez más esfuerzos institucionales para pensar cómo hacer que esos otros mundos que compiten con la universidad puedan ser acreditados como una forma de saber. Algunos proponen flexibilizar el mundo universitario. Es decir, acortar las carreras y homologar y acreditar experiencias no académicas, como ser experiencias de vida, profesionales, pasantías, trabajos, experiencias en ONG, que puedan ser acreditadas como una práctica preprofesional en la universidad. Otros plantean volver a orientar rápidamente a los estudiantes hacia los perfiles profesionales. Vincular más la universidad con el trabajo, acompañar cada año con prácticas profesionales que le recuerden al estudiante que se está formando en un oficio y, de esa forma, que vaya construyendo su futuro perfil laboral. También están aquellos que plantean que si flexibilizamos la universidad vamos a devaluar la educación superior. Hay múltiples debates en torno a qué se tendría que hacer. No hay que perder de vista que no se puede reducir el problema a limitantes institucionales o a exigencias académicas que influyen en la deserción. Lo que acá está operando es un proceso más profundo y más amplio que se traduce en la dificultad para construir expectativas estables con respecto al futuro. Por eso no alcanza con acomodar los horarios para poder estudiar y trabajar a la vez o que el Estado subsidie el boleto de colectivo. Estamos hablando de que los jóvenes no creen que van a conseguir un trabajo mejor por estudiar en la universidad o jóvenes que encuentran muy tarde en la trayectoria educativa la vinculación de lo que eligieron estudiar con el tipo de trabajo que se supone que harán el resto de su vida. Las prácticas de los jóvenes universitarios son comprensibles en los tiempos que corren. ¿Por qué voy a poner todos los huevos en una canasta que no me asegura un premio?