Era el tiempo en el que el neoliberalismo estaba a punto de explotar en el mundo, tras el sangriento test sudamericano en Chile y Argentina. Margaret Thatcher acababa de ser electa y Ronald Reagan estaba en la recta final a obtener su candidatura, para triunfar en 1980. El 12 de octubre 1979, Fidel Castro pronunció uno de sus discursos más memorables ante la Asamblea de Naciones Unidas, en una suerte de anuncio de los tristes días por venir, que ahora pueden marcarse como el adelantado comienzo del siglo XXI.

Transcribimos el épico final de la profética alocución, que se puede leer completa aquí.

Se habla con frecuencia de los derechos humanos, pero hay que hablar también de los derechos de la Humanidad.

¿Por qué unos pueblos han de andar descalzos, para que otros viajen en lujosos automóviles? ¿Por qué unos han de vivir 35 años, para que otros vivan 70? ¿Por qué unos han de ser míseramente pobres, para que otros sean exageradamente ricos? Hablo en nombre de los niños que en el mundo no tienen un pedazo de pan. Hablo en nombre de los enfermos que no tienen medicinas, hablo en nombre de aquellos a los que se les ha negado el derecho a la vida y a la dignidad humana.

Unos países poseen, en fin, abundantes recursos. Otros no poseen nada. ¿Cuál es el destino de éstos? ¿Morirse de hambre? ¿Ser eternamente pobres? ¿Para qué sirve entonces la civilización? ¿Para qué sirve la conciencia del hombre? ¿Para qué sirven las Naciones Unidas? ¿Para qué sirve el mundo?

No se puede hablar de paz en nombre de decenas de millones de seres humanos que mueren cada año de hambre o  enfermedades curables en todo el mundo. No se puede hablar de paz en nombre de 900 millones de analfabetos. La explotación de los países pobres por los países ricos debe cesar.

Sé que en muchos países pobres hay también explotadores y explotados. Me dirijo a las naciones ricas para que contribuyan. Me dirijo a los países pobres para que distribuyan. ¡Basta ya de palabras! Hacen falta hechos. ¡Basta ya de abstracciones! Hacen falta acciones concretas. ¡Basta ya de hablar de un nuevo orden económico internacional especulativo que nadie entiende! Hay que hablar de un orden real y objetivo que todos comprendan.

No he venido aquí como profeta de la Revolución, no he venido a pedir o desear que el mundo se convulsione violentamente. Hemos venido a hablar de paz y colaboración entre los pueblos. Y hemos venido a advertir que si no resolvemos pacífica y sabiamente las injusticias y desigualdades actuales, el futuro será apocalíptico.

El ruido de las armas, del lenguaje amenazante, de la prepotencia en la escena internacional debe cesar. Basta ya de la ilusión de que los problemas del mundo se pueden resolver con armas nucleares. Las bombas podrán matar a los hambrientos, a los enfermos, a los ignorantes, pero no pueden matar el hambre, las enfermedades, la ignorancia. No pueden tampoco matar la justa rebeldía de los pueblos. Y, en el holocausto, morirán también los ricos, que son los que más tienen que perder en este mundo.

Digamos adiós a las armas y consagrémonos civilizadamente a los problemas más agobiantes de nuestra era, esa es la responsabilidad y el deber más sagrado de todos los estadistas del mundo. Esa es, además. la premisa indispensable de la supervivencia humana.

 

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