Tengo entramada filiación con la estricta verdad de la plusvalía.
Aldo Oliva.
Con un fallido comprensible, quien vela porque las columnas literarias de Pausa se entreguen en tiempo y forma, deslizó la frase “éste es el fin de año del cierre”. Ante las interrogaciones varias que suscitó, Juan aclaró: “fin de semana”. Y así va uno a pensar sobre qué tema o asunto discurrir con palabras, y se encuentra con que la palabra “fin” relumbra de un modo especial.
Un año duro y jodido, éste. Además de los golpes “tan fuertes…” como si vinieran del “odio de Dios” que cada uno tuvo que soportar en forma personal, lo más notable ha sido el transcurso del primer año del macrismo.
A mí me encuentra llena de una desazón nunca experimentada; objetivamente: he dejado de mirar televisión y, si lo hago, me voy rápido de los informativos, que me espantan. He dejado de leer los diarios, cosa que hacía puntualmente todos los días. Disfrutaba de tener en la web a todos los diarios del mundo, junto a los maravillosos traductores que te hacían derivar de uno a otro buscando cómo una noticia se replicaba por el universo; práctica que abandoné hace bastantes meses.
Con la novedad del cable que agrega Netflix, prefiero estupidizarme mirando películas malas –series no, porque sería too much– que dejando que los medios me taladren la cabeza sin dejarme respirar. El macrismo nos cambió la vida, y recién empieza.
Hace un año puse en mi muro un artículo de Atilio Borón, que criticaba duramente al kirchnerismo por su papel en la derrota del 2015. Es decir, antes que subiera Cambiemos al poder, ya todos sabíamos lo que iba a pasar. Sin embargo, una cosa es imaginarlo y otra cosa es experimentarlo día a día. Lo más difícil es ver cómo algunas de las mejores cosas que tuvimos, que fueron construidas con el trabajo de tantas personas, se deshacen de un plumazo, como quien dice.
Y presenciar la desesperación de los tipos que andan diciendo “bono” y “bonito” por ahí, anticipándose a la locura de la gente que justo en diciembre termina de entender que la realidad es lo que sacás del bolsillo para pagar el gasto en el super, más las causas judiciales que día tras día sacan de la galera para hacer desaparecer para siempre a la ex presidenta, más que desazón me deprime severamente.
Hay dos frases que suelen repetirse por ahí: el pueblo no tiene memoria, es una. La otra es: los pueblos tienen los gobiernos que se merecen. Puede ser, es posible que la palabra engañosa en ambos casos sea “pueblo”. Yo no soy del mismo pueblo que Macri, te lo aseguro. Así que, dejemos esto. Focalicemos en la increíble audacia del actor que pegó cuatro gritos en C5N y del que todos están hablando hoy.
Ojo con los buenos modales. No son poca cosa. Tienen que ver con la convivencia, con el respeto hacia el otro, con la cortesía, con la buena educación. Tener buenos modales es aceptar al otro como interlocutor, jugar el juego de hermanos, de vecinos, de pares. Para que nuestra participación le resulte, no diré agradable, pero sí no agresiva. Pero cuando lo que se dirime es qué le decimos al espectador, ése que está al borde de la desesperación, ése que se da cuenta de que los números no le cierran, los buenos modales son una farsa. El otro es simplemente un enemigo, o sea, no merece nuestra consideración.
Se trata del destino de tantísimas personas. Se trata de la lucha de clases. Conviene citar a alguna autoridad en este punto: “De igual modo, junto al debilitamiento de la clase obrera, se erige una clase dominante que, según Eagleton, es capaz de hacer cualquier cosa (racismo, fascismo, genocidio, etc.) si el hacerlo conlleva provecho económico. De hecho, Eagleton nos recuerda, ‘La lucha de clases es esencialmente una lucha por la plusvalía’.”
Y esta lucha de clases, la palabra lo dice, no es un cruce de palabras más o menos finas, no es opinar libremente de algún modo u otro: es una lucha en relación con una verdad estricta. Porque no hay diferentes verdades en algunos asuntos; La Nación, por ej., a propósito de Lopérfido y el número de desaparecidos, decía, en julio: “El kirchnerismo ha pretendido imponer la verdad: la propia como única. La de los demás carecía y carece, por lo visto, de todo valor”. Éste es el discurso de la vulgarización postmoderna.
Así que, en este fin de año, por qué no pegamos unos cuantos gritos al conductor del programa, y pegamos un portazo: recio, claro, fuerte, a la Raúl Rizzo.