Un análisis de la situación de la soberanía alimentaria frente al modelo de Monsanto-Bayer.
“Derecho, ciencia y alimentos” es un taller de teoría y casos que se realiza desde septiembre en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la UNL, organizado por la Secretaría de Ciencia y Técnica, el Centro de Investigaciones de la FCJyS y el proyecto de investigación “Hacia la construcción de una regulación agroalimentaria”. Durante el primer encuentro se abordaron las nuevas perspectivas para la regulación del acceso a los bienes, el caso de las patentes sobre semillas y la criminalización de las costumbres campesinas. La actividad fue encabezada por la abogada, doctora y master en Derecho Ana Bonet, quien presentó un trabajo intermedio entre su tesis –titulada “La democratización del conocimiento. Colisiones entre el derecho a la alimentación y la propiedad intelectual en la Biotecnología”, presentada en 2015 en la Universidad de Bremen, Alemania– y un proyecto relacionado al desarrollo que trabaja con una beca de repatriación de Conicet en la Universidad Católica de Santa Fe.
El proyecto al que Ana Bonet se dedica actualmente se denomina “Derechos Humanos y Desarrollo: Nuevas perspectivas desde Laudato Si”, y surgió a partir de una hipótesis: las respuestas a los derechos sociales como la alimentación tienen más que ver con un replanteo del modelo de desarrollo que con una mera cuestión de técnica jurídica. “Cuando empecé a analizar la coalición normativa, trabajé por un lado el sistema jurídico del derecho a la alimentación y por otro con el sistema de propiedad intelectual, abordando el Acuerdo de los Aspectos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio, de la Organización Mundial del Comercio, que obliga a todos sus miembros a producir sistemas de patentes para microorganismos, pudiendo exceptuar plantas y animales. Pero si un gen patentado se incorpora en un animal, este ya queda afectado por la patente. Eso es lo que quisiera hacer Monsanto en Argentina por una estrategia legal fallida: empezaron a comercializar la soja y luego presentaron la patente, entonces Argentina no reconoció la novedad porque ya se estaba vendiendo, y acá no funciona tanto el sistema judicial para defender las patentes. De todos modos ellos se manejan por contratos privados: cuando venden los sacos de semillas, los agricultores firman un contrato donde se comprometen a no volver a sembrar la semilla”.
La investigadora aseguró que “el sistema de propiedad intelectual es una parte intrínseca del modelo de desarrollo capitalista. Lo que hace es restringir el acceso a un bien público como el conocimiento con el único fin de obtener una ganancia, convirtiéndolo en una mercancía. Y el sistema de propiedad termina siendo de exclusión”.
Repensar el sistema
En cuanto a las alternativas, Bonet señaló: “si queremos dar respuestas serias y a largo plazo al derecho a la alimentación desde la soberanía alimentaria, hay que repensar el sistema. Ahí hay una coalición de modelos, esa es la gran crítica de los movimientos campesinos a la política de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) y la ONU, quienes exigen una nueva visión de los derechos humanos, emancipatoria y no regulatoria. Reconocer los derechos campesinos y recibir ayuda humanitaria es poner un parche, un paliativo que sigue sosteniendo el mismo sistema. Mi hipótesis es repensar no sólo las normas jurídicas sino el modelo de desarrollo”.
En cuanto al cambio de costumbres, sostuvo que “la desnutrición, la malnutrición y la obesidad tienen que ver con el sistema de alimentación industrializada, con la globalización de su comercio y la promoción de un modelo de vida a través del marketing en los países industrializados.
“Se plantea un modelo que vaya de vuelta a las costumbres tradicionales. La alimentación ecológicamente más sustentable es la que se produce a través del grano. Pero se promocionan los alimentos que se producen a gran escala, que a su vez implica dejar de producir otros que el mercado no considera valiosos porque no los puede producir a gran escala, y esto lleva a una pérdida de biodiversidad. Por ejemplo, en India se están perdiendo muchas variedades de arroz, en Perú ocurre lo mismo con las papas y en México con el maíz, se termina produciendo una sola variedad que es resistente a plagas”, ejemplificó.
En este sentido, uno de los puntos que trabaja Ana Bonet en su proyecto es la vulnerabilidad que implica el monocultivo. “Antes, cuando había una gran diversidad de plantaciones en las granjas, si una plaga agarraba una variedad, se podía consumir o comercializar el resto. Cuando la mayoría de las familias vivían en el campo, la alimentación era muy variada por la agricultura intensiva, casi todos tenían gallinas, una pequeña huerta y un montón de frutales que alcanzaban para el abastecimiento básico. Si un día escaseaba el dinero, se podía comer lo que había en casa y sobraba algo para vender o intercambiar con los vecinos. Pero esta previsibilidad no funciona si se lo piensa en términos empresariales, porque no se produce a gran escala ni se vende de manera estable”, comparó.
“Pienso en mis abuelos, no eran ricos y tenían una vida muy dura pero les alcanzaba para vivir y educar a sus hijos. Actualmente se promociona otro estilo de vida y terminan convenciendo a las familias del campo que les conviene tirar todo abajo y plantar soja porque es lo que se está vendiendo a nivel internacional. Y al vivir del monocultivo quedan totalmente supeditados a los precios internacionales. Esto es un combo, una cuestión del sistema alimentario que ocurre en África con las plantaciones de café, pasa en Chaco y en La Pampa con los chinos que vinieron a plantar soja: viene una empresa extranjera con dinero, dan trabajo a la gente como empleados, a veces les regalan televisores o les dan agua potable, plantan productos transgénicos, desarman las granjas y cuando se van no queda nada. Las empresas se llevan los recursos y los servicios que dejan se deterioran, al igual que la tierra. En estos casos se ve mucha corrupción y connivencia con los gobiernos”.
Ni prestar ni regalar
La criminalización de las costumbres campesinas funciona de distintas maneras y tiene características propias en cada lugar. “Las empresas buscan diferentes estrategias según los países, pero hay una única clave: se restringe la costumbre tradicional de reutilizar las semillas. Históricamente los agricultores guardaban un tercio de la cosecha para volver a sembrarla, lo que implica una pérdida para los productores de semillas. Entonces para volver a venderla crean un sistema de restricción, que se genera a través del sistema de patentes, de los contratos o a través del sistema de protección biológica, la famosa tecnología Terminator –semillas estériles que no se pueden volver a plantar, creadas por Monsanto– que si bien no está permitida ya se está haciendo mucha presión para que se apruebe su uso”, explicó Ana Bonet.
Si los agricultores quieren comprar otras semillas en el mercado se encuentran conque no hay, y en los bancos de semillas la variedad es escasa. “La famosa bolsa blanca que guardan en algunos lugares es ilegal. Cuando se compra semilla transgénica, de ahí en adelante el campesino está obligado a seguir comprando por contrato, es un círculo vicioso del cual no se puede salir. Si en Argentina se quiere plantar soja no transgénica a gran escala, no se puede. Las semilleras tienen sus propios inspectores, que constituyen un sistema paraestatal porque entran a los campos vestidos como si fuesen policías a controlar. De esta manera se pierde el espíritu colaborativo porque ya no se puede prestar, regalar ni reutilizar la semilla, el sistema no lo permite y el Estado se convierte en cómplice”.
Otra de las consecuencias es la pérdida de las tradiciones campesinas, “que eran muy sanas y sustentables, y la gente pierde la capacidad de vivir de la tierra. Cuando se pierde la diversidad de la granja, llega la vulnerabilidad. Si los grandes terratenientes pierden un cultivo de soja, no pasa nada, pero si un pequeño agricultor pierde su cosecha se muere de hambre. Antes, cuando había variedad, si se perdía una parte se podía vivir de lo otro o se le pedían semillas al vecino”.
Derrochar menos
Ana Bonet aseguró que “hoy en día hay comida para todo el mundo: en Europa se tira un tercio de lo que se consume y en Estados Unidos la mitad. Acá también tiramos todo el tiempo cosas que se pueden reutilizar y en los supermercados el pan de ayer se tira. El modelo de desarrollo capitalista hace que toda la ganancia vaya a la acumulación y no a la distribución. Y la soberanía alimentaria tiene que ver con repensar el sistema de acceso a los recursos, no de distribución. No estamos diciendo sacarle a los ricos para darle a los pobres; un nuevo modelo de desarrollo consistiría en disminuir el nivel de derroche y poder vivir más sencillamente”.
“Las alternativas son difíciles de escribir porque no se trata de un modelo contra otro sino de pensar en clave pluralista o multicultural. La idea es dejar que surjan alternativas diversas en lugares distintos, aunque académicamente nos cueste encontrar un contorno. Sí estamos de acuerdo en la deconstrucción del sistema, que no es sostenible social ni ecológicamente. Jacques Derrida decía que la democracia siempre está en el devenir y lo mismo pasaría en la soberanía alimentaria: no hay un modelo, siempre estamos llamados a un modelo mejor. Ese es el gran poder de la deconstrucción”.