“Puedo escribir los versos más tristes esta noche”, dice Neruda en uno de sus más célebres poemas desesperados. Bah, tal vez el más célebre y punto. O sea, el único que conozco. La cuestión es que qué suerte que tiene el chileno que puede escribir algo, así más no sea algo triste. A mí, hoy eso no me pasa: no se me ocurre ningún tema con el cual rellenar una de las últimas Hora Libre del año y debo entregar la colurna ayer (sí, un día antes del momento en el que la estoy escribiendo), así que estoy en un problema.
Sí, ya sé. No tener ningún tema es la posibilidad de poder escribir sobre cualquiera. La libertad absoluta (aunque como sabemos tal cosa no existe) de elegir el tema que se me cante. Por ejemplo, podría escribir sobre los casamientos, ya que en menos de un mes asistí a dos y en casi 48 horas, me lo propusieron dos veces. Tranquilos, dije que no (creo) y, aparentemente, era por la ciudadanía española, o algo así. ¿Pero qué voy a escribir sobre los casorios, eh? ¿Qué no se sabe ya sobre ellos? El asunto de pagar la entrada, que los pollos son menú casi obligado, que el jamón crudo con ananá de la entrada se lo regalo al primero que me lo pide y que como no me pongo zapatos, sino zapatillas, me paso toda la noche mirando los pies de las personas para no sentirme el único desubicado de la fiesta, son cosas que no tienen importancia. Ah, stop: las mesas dulces… en el casorio de anoche me empezaron a decir cosas porque no paraba de servirme torta de frutilla. ¡¿Y cómo querés que pare, si esas tortas son el mismísimo postre de Jebús?!
Mi problema, en realidad, no es el tema. La cosa es que no dispongo de la suficiente información como para desarrollar tal tema. Y me di cuenta que preguntarle a la gente sobre qué escribir es estéril. Voy a contar una infidencia para ilustrar lo que les digo.
Ante la urgencia del cierre de la presente edición del Pausa, en el grupo de Whatsapp del periódico pedí que me dijeran un tema sobre el cual explayarme. El único que me respondió fue Adrián Brecha, o el otro ése con el que discute en sus exquisitos esquizodiálogos que odio no se me hayan ocurrido a mí antes. La cosa es que me dice “Garfunkel, veganismo y blanqueo de paritarias”. Lo último me hace acordar a Gianola y el desafío de la blancura. ¿Veganismo? Vengo de escribir sobre los hippies. Si ahora me la agarro con los veganos el porcentaje de lectores se reduce a mi mamá y mi papá (que ya me dijeron que esas columnas no las entienden). Me queda Garfunkel. Según otro de los amigos del grupo “Apuesto a que el Licenciado no sabe quién es, jaja”. Le contesté “El mataleones. Andá a buscarla al ángulo”, pero escribir sobre eso es hacerle el jueguito a la revista Caras y adherir a la distracción mediática: haber matado un león es, probablemente, lo menos ilegal que haya hecho el marido de la Vanucci (también sé quién es Vanucci, Gonzalo). Pascual quiere que escriba sobre “los modelos de familia”. Él se creerá que yo soy un intelectual, no sé. Pero por un par de renglones le voy a dar el gusto, ya que, casualmente, el otro día estuve hablando de esas calcos de las familias que pegan en los autos las personas, ¿vieron? A mí se me ocurría diseñar una familia disfuncional al mango, con perro violándole la pata al padre incluido, y mi interlocutora pretendía horrorizar al transeúnte con las figuritas de dos mujeres de la mano. ¿Díganme si no sería genial? Bueno, esto es todo lo que tengo para decir de la familia, Juan. Ah, y que a la madre, en esas siluetas, siempre la hacen con un corazón en la panza. Para finalizar con el autobombo al Pausa, Perticarari me pidió que le dedicara la columna. No es el tema que me pediste Marce, pero bueno, a caballo regalado no se le miran los dientes.
¡Ese es un tema del que vengo diciendo que voy a escribir hace como tres años! El de los refranes o latiguillos populares (no digo “frases célebres” porque arranqué la columna diciendo “célebres” y se recomienda no repetir palabras en un escrito corto) que no sé qué quieren decir, pero que tampoco quiero que me expliquen. Esto se me ocurrió cuando trabajaba en un programa de radio que se llamaba Caídos del Catre. Nunca supe qué significaba esa frase… y nunca me animé a preguntarles tampoco, para no quedar como idiota. ¿Por qué no quiero que me las expliquen? Porque seguro es mucho más divertido imaginarse a alguien cayéndose de un catre (que creo tampoco sé lo que es) que conocer el significado de la metáfora, ¿o no les resulta fantástico imaginarse a un muerto cagándosele de risa en la cara a un degollado… que no tiene cara, claramente?
En fin, podría escribir sobre mis “tocs”, como el de no poder soportar ver dos espacios entre las palabras en un documento de Word. O sobre la pasta frola. O sobre un montón de cosas que podría seguir enumerando, pero no en esta columna porque así como quien no quiere la cosa la acabo de terminar.