Williams tenía una academia de natación en la pelopincho del patio de su casa. Casi todos los chicos del barrio habíamos aprendido a nadar ahí. Su lema era: “Enseñarle a nadar, es el mejor regalo que usted puede hacer a su hijo”. Esa frase, impresa en los volantes que Flavia repartía al comenzar la temporada, a mí me parecía sabia.
Williams era un nombre raro, como importado. Pero el papá de Flavia no se podría haber llamado Marcelo, o Raúl. Todo él era altisonante, y se merecía un nombre a medida.
Tenía una historia que deslumbraba a todos los chicos del barrio, que hasta opacaba a la del papá de María, que había sido cura. Williams había sido campeón sudamericano de jabalina. En el cuartito del fondo, guardaba unas jabalinas viejas y los trofeos que había ganado en su pasado olímpico. Lo mejor de todo era el álbum con las fotos de los viajes que había hecho con sus competencias. Había unas postales de Tahití en las que aparecían unas mujeres en tetas, con unas polleras a lo hawaiano, entrando en el mar, un mar turquesa, transparente, increíble. Pero a nosotras el mar transparente no nos llamaba la atención, nos fascinaban las tetas.
En las fotos aparecía un Williams joven, aunque con la misma cara de inconsciente que seguía teniendo de grande, en casi todas estaba rodeado de mujeres. Williams tenía una sonrisa como si además de ser campeón de jabalina, fuera campeón de todo lo demás.
La prueba final de la Academia Williams se rendía en el Espigón. Hacia el final del verano, Flavia y yo acompañábamos al pelotón de nenitos asustados a darse el baño triunfal en aguas abiertas.
Lo de Williams no era la pedagogía; si algún crío tenía miedo, le gritaba y lo empujaba en lo hondo: a la criatura no le quedaba otra que patalear y bracear desesperada; y así, al fin y al cabo, se daban cuenta de que habían aprendido a nadar.
Williams era como un superhéroe loco. Alto, fibroso, imponente, con esa sonrisa de inconsciente, parecía el bañero de la playa. Las mujeres solteras o separadas entradas en años se perdían por él, y él siempre andaba haciendo demostraciones de fuerza o de lanzamiento de cosas.
Una tarde que estábamos con el pelotón de nenitos, a Williams lo picó una raya. Él echó una puteada y nada más. Pero todos le habíamos visto la herida y estábamos horrorizados. Le salía mucha sangre, los nenes se pusieron a llorar y gritar. Le había quedado, arriba del tobillo, como una tapita de carne que hacía flip flap, y abajo tenía un hueco del tamaño de un dedo gordo.
—¡No es nada! –gritó enojado Williams, y se arrancó aquel pedazo de carne como nosotros nos arrancaríamos una cascarita.
Los chicos volvieron todos llorando. Varias veces aparecía en lo de Williams algún padre o madre para hablar de estas cuestiones; los nenes volvían a menudo impresionados. Pero yo no sé cómo los convencía Williams, porque después no pasaba nada. Yo me imaginaba que les decía alguna frase tan sabia como aquella de que el mejor regalo para hacerle a un hijo era que aprenda a nadar; alguna frase relacionada con la supervivencia y la necesidad de hacerse fuerte, quién sabe.