—¿¿¿La agarraste??? ¡¡¡Caete de orto, Roberto!!! ¡¡¡Caete de orto, Roberto Gamarra!!! —gritaba el Chiqui como vociferando un milagro. Acababa de tirarle al Flaco la botella de Minerva en estilo globito, como si la nada misma le alcanzara una clava por el aire. El Flaco estaba sacando algunas brasas de la parrilla porque los sábalos se ladeaban ante el impacto del fuego en sus escamas todavía frescas de río. El Flaco, encorvado y todo, dejó la pala y alcanzó la botella antes de que cayera.
Ya el Chiqui, como pastor brasileño, hacía partícipe a la poca y distante gente que pasaba relativamente cerca, de la mismísima presencia del todopoderoso en ese riguroso instante y en ese preciso y recóndito lugar del universo. El Tuca, solemne y con expresión severa, permanecía de rodillas, brazos abiertos y ojos cerrados, cara al cielo. Con la mano que le quedaba libre, el Flaco se agarró los huevos como toda respuesta.
—Vienen con alegría señor, cantando vienen con alegría señor, no entienden qué es la plusvalía, señor, sembrando tu paz y amor.
Entonando estos versos se sumaba a la escena el cantante lírico, quien, además de cantante lírico, era comunista y aprovechaba cada oportunidad que tenía para manifestarlo. Lo acompañaba, como casi siempre, Lucía, su silenciosa hija, cuya filiación política desconocemos.
—Entonces empezó el viento “como si viniera de abajo de la tierra” —contaría el Chiqui varios años después, cruzando el desierto chileno en un auto fugitivo con un guatemalteco y una coreana—. Primero salimos detrás de los pescados que se volaban haciendo sapito sobre la tierra que se hacía barro, después vimos que también volaban ramas, cables, ropa y una carpa, así que seguimos corriendo pero para refugiarnos. Apenas paró la ráfaga, rescatamos dos de los sábalos, una billetera y una ristra de chorizos a medio asar.
El guatemalteco no entendería la expresión “hacer sapito” y la coreana no entendería nada, ya que todavía no comprendía el castellano.
Por lo pronto, desde el baño de mujeres, todos miraban la tormenta sin animarse a hacer ningún otro chiste. La hija del cantante de ópera, es decir, Lucía, apoyaba intermitentemente sus pezones, húmedos y endurecidos debajo de la remera, sobre la espalda desnuda y todavía caliente del Tuca, como recordándole la terrible y furtiva revolcada que se habían pegado la siesta anterior en la carpa de ella hasta acabar mucho más empapados que ahora.
El cantante de ópera afirmaba sin dubitación que se trataba de la cola de un tornado, mientras tanto, el Chiqui, extrañamente, permanecía callado y el Flaco, todavía incrédulo, sostenía dentro de su bolsillo la estampita de San Jorge, como pidiendo perdón.
“Y en algún lugar es que estamos acá/ Y por fuera de un cerco/Hay otro cerco/Y otra palabra” cantaba Pedro en una radio que sonaba desde ninguna parte.