Inquilinos

Si uno lo piensa bien, la idea de pagar para vivir en una casa ajena, una casa que otros construyeron según sus propios gustos o los de su época, es extraño. Nuestras vidas son los espacios por los que nos movemos, por eso alquilar una casa es como cambiar de vida. Despertarse en un barrio nuevo, en un lugar con sus habitaciones, sus puertas, sus pisos, sus ventanas y sus propios azulejos, es como empezar otra vez. Ese efecto especial es una de las pocas ventajas del pobre inquilino, una que dura poco.

En la carrera de estudiante, las mudanzas son casi un deber. Yo no fui la excepción. La primera casa en la que viví era como un campamento. Teníamos 18 años, nuestros padres vivían lejos, éramos libres. De esa casa me queda el ruido del calefón que explotaba, el frío increíble y el haber visto, en la luz de la madrugada, a una casi desconocida durmiendo sobre la alfombra acurrucada como un perro, después de una fiesta.

Pasé por otras hasta terminar en una casa en el centro de una manzana. La dueña era una señora rica que gastaba su tiempo libre ejerciendo su perversidad de propietaria. Una vez le dijimos que el timbre funcionaba aleatoriamente: a la mañana siguiente nos tocó el portero y cuando escuchó nuestra voz a través de una interferencia horrible, dijo que para ella el timbre funcionaba bien. A veces nos caía de sorpresa, para ver que todo estuviera en orden. Recorría la casa, humillando nuestros muebles de estudiantes con su ropa cara y sus anteojos de sol. A principios de mes, teníamos que ir a pagar el alquiler a su casa. Parecíamos pordioseros en un palacio, parados sobre su piso de madera lustrada, al lado de una estatua clásica. Un día me contó que acababa de llegar de Sudáfrica, donde había visto especies de peces totalmente desconocidas; yo la escuchaba mirando los portarretratos de su estudio, con su nieto apolíneo sobre un caballo de polo o sus hijos sonriendo en alguna fiesta.

En mi cuento preferido de Carver hay inquilinos. Se llama “La brida”, y el escenario es un complejo de departamentos, manejado por Harley y su esposa, Marge. Marge, una mujer común que tiene una peluquería en su casa, es la que narra todo. Un día aparece una familia que busca un departamento. Son raros, sobre todo los padres: Holits y Betty. Marge los ve vivir desde lejos hasta que una siesta, Betty, que trabaja todo el día como moza, va a la peluquería para teñirse. Es el momento más hermoso del cuento, en el que la dos hablan y a pesar de ser desconocidas alcanzan alguna intimidad. Marge le hace las uñas gratis y le dice: “tiene unas cutículas muy bonitas (…) ¿Se fija en lo pequeñas que tiene las medias lunas? Significa que tiene bien la sangre”. Después de un incidente, la familia decide mudarse. Antes de irse, Betty le manda a Marge, con uno de sus hijos, el alquiler y una nota que termina diciendo: “Gracias por todo, gracias por peinarme aquella vez”. La mujer los ve irse y al rato entra con las cosas de limpieza en el departamento que dejaron. Todo está limpio. Sola en la casa vacía que van ocupar otros inquilinos, dice en voz alta “Gracias”, y dice también: “Buena suerte, Betty”.

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