Vos te pasás toda la semana, bah, dos semanas, pensando en tus nuevas lecturas de Sloterdijk y te decís: voy a escribir algo para Pausa sobre los conceptos de liviano y pesado. Y vas y buscás material para saber más de él y encontrás la polémica con Habermas, y te divertís porque ¿manipulación genética para mejorar al ser humano?, hábrase visto. Es un tipo que me alegra haber encontrado, porque la filosofía no es lo mío, ¿viste?, la filosofía es literatura, resulta sólo si leerla es bueno para uno. Cuando Foucault llegó a estas tierras, yo lo leí muchísimo sin saber muy bien de qué se trataba, pero me fascinaba como escritor. Y así, Nietzsche, Marx, Derrida, Deleuze, etc. Y me decía, pensando un poco entre Netflix y Netflix: podría relacionarlo con el articulito de Roland Barthes sobre la imaginación del signo. De paso, vuelvo a leerlo; era muy hermoso. Y tener en cuenta que a Barthes se le ocurrió ese artículo, casi seguramente, leyendo a Jakobson sobre el tema de la metáfora y la metonimia. Y todo esto iba tramando cuando de repente murió Fidel.
Yo tenía 18 años cuando lo mataron al Che.
Capítulo al pie: Mi hermana apareció un día en casa, diciendo que estaba de novia con un trotskista. Buscamos en el diccionario la palabra “Trotsky”. Parece que había sido el creador del ejército rojo en la revolución rusa. Graciela estaba de novia con un revolucionario, date cuenta. Un estudiante revolucionario. Un estudiante de ingeniería química. Ella iba a derecho, era unos años mayor que yo, y desde siempre y para siempre, mi ídola.
Así que yo sabía algo de revolución, poca cosa, todavía estaba en el secundario, en 4º año, y mucho Beatles, mucha literatura, pero Reader’s Digest también, El Tony, Corin Tellado; todo lo que tenía letra, yo leía.
Le pregunté con mucha ansiedad a mi hermana si podía ser cierto que hubiera muerto el Che. Titulares decían que sí. Algunos, que no. ¿Lo mataron en Bolivia? ¿Como lo habían matado a Kennedy? ¿Así andan matando a la gente buena, a la heroica, a la imprescindible, a lo loco? En mi mente de pequeña, no había contradicción entre el Che y JFK. Con la Susi habíamos tapado una enorme mancha de humedad en la pared, con un collage de fotos de revista, de gente y de paisajes lindos, en donde coexistían sin conflicto ellos dos, más el Papa Juan XXIII y Ho Chi Minh. Fotos de escritores, no. Nunca me preocuparon ni las fotos ni las biografías de escritores. De los escritores, los libros únicamente. (Algunos años después, cuando yo ya estaba en otro universo, los policías que hicieron el primer allanamiento en casa miraron el collage y, dicen, se rascaron la cabeza, desconcertados).
Mi hermana me miró con ternura y tristeza. Todo el mundo estaba triste. El Che era un héroe. Era un revolucionario argentino que había ido a jugar su vida en Cuba. Y luego, en Bolivia. Él quería crear, decía, dos o tres Vietnam. Decía: hay que endurecerse sin perder la ternura jamás. Y ahí había algo. El decía: permítame decirle, a riesgo de parecer ridículo, que a un revolucionario lo guían grandes sentimientos de amor. Yo me sabía de memoria estas frases. Y creía que era así. Que el amor, que la ternura, que la revolución.
Pero, además, era tan joven. Esa foto de él mirando hacia arriba y hacia adelante. Estaba viendo lo que haríamos nosotros: estaba ahí, sólo había que hacerlo, él ya lo sabía.
—Mirá –me dijo Graciela–, sabés qué podés hacer, podés buscar todo lo que salga sobre el Che, y juntar las fotos y leer lo que se publica.
Una orden para mí. Junté las fotos, las fui pegando en un cuaderno. Leí todo lo que se publicaba. Y lloré mucho.
Y ahora murió el otro barbudo, el que estaba a su lado en tantas fotos. El que leyó la carta de despedida del Che y con voz potente y un poco temblorosa dijo: “Te abraza con todo fervor revolucionario, Che”.
Pero Fidel tenía 90 años.
Éste sí que se burló de la muerte tantas veces, hasta que ayer ya no pudo. Sin embargo, como diría Rilke, tuvo su propia muerte. No la de ellos. Y eso nos consuela.